L I T E R A T U R   A L D I Z K A R I E N
G O R D A I L U A

 

 
 

                   - Orrialde nagusira itzuli
                   - Garziarena aldizkaria
                   - Ale honen aurkibidea

                   - Ale honi buruzkoak (azalaren irudia eta fitxa)

Aurreko artikulua— Garziarena Berria-1 (1997-abendua) —<barz0123>




 

 

Nacionalismo

 

Joan Fuster

 

(Recogido del libro

Diccionario para ociosos-Diccionari per a ociosos.

Edicions del Mall. Barcelona, 1986)

 

El Diccionario Aguiló registra una palabra digamos precursora: la palabra es «nacionista». Don Marià la documenta con una frase procedente de un libraco titulado Lumen Domus cuyo texto y vaporosa fecha desconozco. Es indudable que nuestros eximios eruditos saben qué es eso del Lumen Domus, y es incluso muy probable que si yo buscara ahora mismo en mi biblioteca, hallaría sobre él más de un detalle preciso en cualquier monografía impensada: no lo sé, y lo mismo da. El breve fragmento aportado por Marià Aguiló dice así: «Si los frailes predicadores de Cataluña osan quejarse y hablar con el debido celo de su nación, son al punto tratados de nacionistas y bandoleros.» Una previa: «bandoleros», aquí quiere decir «parciales». ¡No exageremos las cosas! Por el aire general del idioma y por el tono privativamente clerical de la cita, creo que podemos situar la referencia antes del siglo XIX. Eso es evidente: no es necesario, pues, que acuda a consultar ninguna bibliografía esclarecedora. Aunque fuera del siglo XVIII, el texto y la palabra «nacionista» resultan de una precocidad considerable. Nacionista equivale, con aproximación conturbadora, a nacionalista. La particularidad notable, el rasgo a destacar, es que los catalanes aparezcan acusados de «nacionistas» mucho antes de que el «nacionalismo» hiciera su aparición sobre el mapa ideológico de Europa. Carece de interés el hecho de que el Lumen Domus restrinja su alusión al círculo de la Orden Dominicana: es en tanto que catalanes que los frailes de santo Domingo reciben el mote como un dicterio. Y hete aquí que en lengua catalana este derivado de nación —el sufijo ista se hace plenamente significativo— se anticipa, estoy seguro, a todas las otras lenguas europeas. No puedo ofrecer ninguna garantía sobre mi aserción: es una pura sospecha. Pero si alguien me demostrara que estoy equivocado quedaría muy sorprendido. Porque pocos eran —si bien se mira— los pueblos de Europa que estaban en condiciones de convertirse en nacionalistas —nacionalistas— como lo estaba el nuestro, antes que el «nacionalismo» surgiera como una doctrina y una decisión a principios del Ochocientos. En este punto les aventajamos a todos. Desde la Edad Media, somos un pueblo providencialmente —perdonadme el adverbio— predestinado a una suerte de vocación «nacionalista» implacable. El buen fraile que escribía aquellas líneas del Lumen Domus aducidas por Aguiló lo delataba de una manera oscura e instintiva. Ahora hemos de tomar el término «nacionalismo» —el fraile hubiera dicho en todo caso «nacionismo»— con descarada deliberación anacrónica. Hemos de reducirlo también, en su alcance, a aquello que realmente indicaba el dominico del Lumen Domus «Osar quejarse y hablar con el debido celo» de las pertenencias de la propia nación. Quejarse, por un lado; mostrarse celosos, por otra, y celosos, claro está, hasta el trop de zèle. Todo «nacionalismo» es eso: lamentación y reivindicación. En el fondo de todo «patriotismo», sea de la «patria» que sea, existe una suspicacia vigilante erigida frente a las «patrias» vecinas: no habrfa «patriotas» si no pudieran enfrentarse con otros «patriotas» rivales. Pero quizás el uso que hacemos de la palabra «nacionalismo» nos permita pensar que es una forma de «patriotismo» un tanto especial: un «patriotismo» vejado y, por eso mismo, más agresivo. Por vejado, se queja; y el celo que lo acompaña no es otra cosa que una explosión agresiva. Y, como voy diciendo, nuestro pueblo tenía más motivos, más naturales —y dramáticas— propensiones a practicar el lamento y a poner en marcha la reivindicación, una y otra cosa en defensa «de los de su nación», de sí mismo, que el resto de los pueblos de su área. Una sencilla reflexión, un ligero examen proyectados sobre eso que llamamos «pueblos» en la Europa posterior al siglo XV, justificaría el porqué. Los otros «pueblos» europeos, entre esta centuria y Napoleón o bien son pueblos florecientes —completos o en vías de realizarse en su destino normal de pueblo—, o bien son pueblos frustrados en grado casi letal y, en consecuencia, incompletos, incumplidos. Lo haré gráfico con un ejemplo: Francia es un pueblo realizado, mientras que los Países Occitanos son un pueblo frustrado. Todo el conjunto étnico y cultural del continente podría repartirse, más o menos, en esta clasificación, hasta poco antes del Romanticismo. Había unos pueblos que ascendían, que consolidaban su personalidad, que se implantaban con una hegemonía viva entre los pueblos de su entourage. Había otros —estos últimos y más— que no alcanzaban la madurez colectiva implícita en sus raíces, y empezaron a desdibujarse; a perder el perfil y las vértebras, a confundirse con el pueblo dominante. Cuando el «nacionalismo» adquiere vuelo, cuando el verdadero «nacionalismo» —de cátedra o de revuelta, centrípeto o centrífugo— exalta la sociedad europea, las dos series de pueblos que acabo de apuntar entraron en una nueva fase de conciencia política: y nosotros también. Pero nosotros, antes de esto, antes del auténtico ímpetu «nacionalista» del XIX, no habíamos sido un pueblo sobresaliente ni un pueblo frustrado. Salta a la vista que no éramos un pueblo realizado: el último Trastámara, sin querer o queriendo, cortaba a los Países Catalanes todos los caminos de una plenitud particular, colocándolos así en una órbita ajena. Y si entonces no éramos un pueblo realizado tampoco fuimos por eso un pueblo frustrado: no fuimos tampoco una comunidad destruida o apagada. Nuestros historiadores suelen colocar la etiqueta de «Decadència» al período que se inicia con los Trastámara —alargando mucho, con el emperador Carlos— y concluye con los versos de Aribau y el inicio de la «Renaixença». La cosa es, de hecho, demasiado compleja para que pueda ser sumida en una cualificación tan expeditiva. Hubo en aquellos tiempos, es cierto, unas cuantas dimisiones fundamentales, que se hacen patentes en la renuncia lingüística, en la equívoca sumisión al mito de la realeza española y en otras muchas actitudes. A pesar de todo, no por ello puede decirse que nos diluyéramos como pueblo. Como pueblo no nos diluimos, al menos en las proporciones —y vuelvo al ejemplo anterior— que da el caso de las tierras occitanas. No nos realizamos, pero tampoco nos frustramos. Hemos visto cómo la historiografía catalana revalorizaba en estos últimos años el siglo XVIII autóctono: ha descubierto en él unas energías morales y materiales que el tópico simplista de la «Decadència» ocultaba, y que son el origen del nuevo impulso restaurador del Ochocientos. La estampa de un siglo XVIII borbonizado, átono, dividido entre la. derrota y la defección ya se nos aparece corregida. El impulso económico y el espíritu ilustrado de nuestros setecentistas ofrecen una contrapartida enorme y poderosa: Pero convendría todavía recordar las Germanías, y el alzamiento de 1640, y la Guerra de Sucesión, que son también espasmos de vitalidad, y no los únicos, por cierto. Los catalanes de aquellos tiempos demostraron, de manera intermitente si se quiere, en libros y documentos, así como en pequeños incidentes de la vida diaria, que no se resignaban a morir como pueblo. Y es esta resistencia instintiva, esta reserva de posibilidades lo que los hacía «nacionistas» o les permitía serlo. Un pueblo realizado no siente la necesidad de ser «nacionista»; un pueblo frustrado tampoco. El primero no tiene nada que lamentar ni reivindicar; el segundo en cambio está demasiado debilitado para hacerlo. El «patriotismo» de los pueblos fuertes y saludables se sustentaba de orgullo y de recuerdos heroicos, y si se dispara de vez:en cuando en inyecciones polémicas, lo hace frente a otro fuerte y constituido, y en un tuteo de igual a igual: las guerras internacionales del XVI, del XVII y del XVIII —luchas entre las monarquías nacionales que encarnan la fuerza expansiva de los pueblos realizados— nos lo demuestran con toda claridad. No se trata, pues, de un «nacionismo» como el que,  según el dominico del Lumen Domus, distinguía a los catalanes de aquel tiempo. Más que quejas y celo lo que hay es arrogancia —arrogancia de vencedor o de vencido, que lo mismo da—. Algunos escritos de Quevedo contra los franceses son buena muestra de lo que digo. A los otros pueblos, los pueblos dormidos en la frustración, no les queda ya «patriotismo» si no es a escala municipal. Los catalanes, a diferencia de unos y otros, estaban en condiciones de convertirse en «nacionistas» con facilidad casi premonitoria. No se hace difícil imaginar lo que pudo provocar el comentario del Lumen Domus sin duda una disputa de frailes de diversas naciones en la que nuestros paisanos destacaron por el fervor con que se lanzaron a la autodefensa en cuestiones de amor propio «nacional». La escena —y un comentario similar— serían previsibles en cualquier otro plano, y en ambientes muy distintos, siempre que los catalanes se enfrentaran con gente de otro pueblo. El extranjero que presenciaba aquellas explosiones de particularismo por fuerza tenía que quedar admirado, ya que le parecían, sin duda, excesivas. Y por ello nos tildaba de bandoleros: de sectarios. Un sectarismo de nación: nacionismo. Los catalanes de la «Decadència» sentían el dolor o la inquietud de saberse postergados cuando aún se veían con fuerzas de asegurarse un lugar honorable entre los pueblos hechos. Era una creencia que no se ajustaba del todo a la realidad, pero que tampoco era demasiado arbitraria. De ahí que la reacción nacionista fuera, no sólo explicable, sino incluso fatal. Los catalanes osaban quejarse y hablaban con el celo pertinente cuando contemplaban su situación del pueblo a la vez no realizado ni fracasado. Hasta cierto punto, pues, el nacionismo venga a ser un nacionalismo avant la lettre. A fin de cuentas, no sé si el nacionismo era la mejor preparación posible para que el nacionalismo tuviera más tarde una influencia expansiva. Probablemente el catalanismo político no ha conseguido nunca el temple nervioso y lanzado del nacionalismo. Da la impresión de haberse quedado siempre en el estadio «nacionista»: la premonición, a la que antes aludiamos incidentalmente, no llegó a consumarse. No puedo detenerme ahora en analizar las variadas y contradictorias repercusiones que el nacionalismo ha tenido en los pueblos europeos. Es indiscutible, sin embargo, que entre nosotros se producían unas circunstancias hipotéticamente propicias a la inflamación nacionalista. La idea de nuestra normalidad como pueblo podía haberse convertido en un incentivo tanto más vigoroso cuanto más ardua era la perspectiva de una recuperación integral. Pero el nacionalismo catalán, a pesar de lo que quieran insinuar los aspavientos de sus antagonistas carpetovetónicos, nunca fue un nacionalismo virulento y resuelto. La vocación nacionalista sí la tenemos: la adversidad nos empuja y nos obliga a ella. Pero es una vocación que nunca llegamos a satisfacer: eso es evidente. Como los frailes del Lumen Domus, nos quejamos y hablamos «con el debido celo» de cuanto a nuestros problemas privativos se refiere. Pero no pasamos de ahí. Y el nacionalismo es, precisamente; el paso siguiente, el paso decidido y un poco exasperado que hay que dar. No diré que no haya habido nacionalistas entre nosotros: en el Principado sobre todo, unos pocos en el País Valenciano, bien pocos en las Islas, y dos o tres más allá de los Pirineos. Poca cosa numéricamente. El nacionismo por el contrario es un sentimiento difuso y constante, por todas partes, a lo largo de nuestras tierras. No tengo nada que objetar: los hechos son los hechos y yo los respeto sinceramente. Pero veo en ello un signo preciso de anacronismo. Ser nacionista era una conducta explicable y lógica en los siglos XVII y XVIII. Ya no lo era nada en el XIX. Ser nacionalista hoy es también un anacronismo. Sólo que, en el fondo, existen «pueblos» que todavía no pueden ser más que eso. Es absurdo. Tristemente absurdo.

 

 

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