L I T E R A T U R   A L D I Z K A R I E N
G O R D A I L U A

 

 
 

                   - Orrialde nagusira itzuli
                   - Garziarena aldizkaria
                   - Ale honen aurkibidea

                   - Ale honi buruzkoak (azalaren irudia eta fitxa)

Aurreko artikulua— Garziarena Berria-2 (1998-urtarrila) —<barz0221>




 

 

Escritos Shandys

 

Enrique Vila-Matas

 

(Recogido del libro El traje de los domingos.

Huerga-Hierro editores. Madrid, 1995)

 

 

Momentos estelares de almas amigas

 

A Adolfo Bioy Casares

 

Decía el gran torero Belmonte que cuando las circunstancias que pesan sobre nosotros son pavorosamente superiores a nuestras fuerzas, cuando se rebasa la medida de lo humano, uno se achica y renuncia humildemente a la comprensión del trance descomunal en que está metido, para entregarse a una nadería cualquiera, en la que descansa el ánimo.

        A mí me encantan las naderías, porque dicen la verdad sobre la vida, y porque en ellas descansa mi ánimo en este fin de siglo que es la apoteosis misma de la estupidez con mayúscula. Me gustan últimamente más que nunca las naderías, sobre todo aquellas que van en la dirección de Pessoa cuando decía que no hay más metafísica que las chocolatinas.

        En esa dirección se enmarca la nadería que visitó a Belmonte, justo el día en que le tocó vivir el momento más decisivo de toda su existencia. Esperando al sexto toro de la tarde, presenció cómo su rival Joselito hacía la faena más grande del mundo con el quinto. Toda la plaza en pie, dos o tres vueltas al ruedo, el delirio, aquello era insuperable.

        Un amigo de Belmonte se dedicó a espiarle y creyó ver en él un gesto duro y un aspecto reconcentrado de hombre que se forja íntimamente la desesperada resolución de superar aquel triunfo del rival y salir airoso de aquel momento decisivo de su vida. Sin embargo, Belmonte, mientras la multitud, delirante, aclamaba la faena de su rival, se dedicaba a pensar sólo en una nadería: a través de la media de seda le asomaba un vello de la pierna. Toda su preocupación en aquellos instantes era meter debajo del tejido de seda aquel pelito que le había traspasado.

        Este episodio me trae el recuerdo del tierno imbécil que habita en mí y que a veces me hace decir frases que parecen chocolatinas. Como esta misma que acabo de escribir. Como la que dije siendo niño y, a punto de perecer ahogado en una playa de la Costa Brava, un holandés me salvó de las olas y yo lo lamenté y dije: «Qué lástima. Ahora que me estaba divirtiendo». Y es que estaba reviviendo un episodio que había leído en el Capitán Trueno y creía que mi peligro de muerte era pura ficción.

        En el fondo nada realmente es muy importante y muchas veces lo que nos parece que lo es no tiene la menor importancia mientras que puede tenerla, por ejemplo, un humilde detalle mínimo que, por su propia humildad, estaba pasando desapercibido a nuestros ojos. No hace mucho Umberto Eco, contando cómo fue su primer encuentro con aquel gran hombre que fue Erving Goffman, al que admiraba por la genialidad con que sabía captar y describir los matices más sutiles del comportamiento social y por la capacidad que tenía para identificár detalles infinitesimales que hasta entonces a todos se nos habían escapado, decía que se sentaron a la terraza de un café y que al poco rato, Goffman le dijo simplemente: «Creo que circulan demasiados automóviles».

        Hay un tierno imbécil bien agazapado dentro de las almas que son mis amigas. En cierta ocasión le hicieron un examen muy importante de inteligencia a Einstein, aislado para esa prueba en la planta baja de un edificio londinense. Desde la segunda planta le iban enviando las preguntas de orden matemático, muy difíciles todas de resolver en pocos segundos. Einstein contestó a nueve de las diez preguntas con una agilidad mental deslumbrante. Sólo titubeó en una de ellas, la quinta. Cuando le preguntaron a qué se habían debido aquellas breves décimas de segundo de vacilación, respondió: «Es que ha sido el momento en que ha empezado a lloviznar, y me he quedado mirando cómo esa lluvia mínima golpeaba tímidamente los cristales».

        Desde hace unos días colecciono tiernas imbecilidades, momentos estelares de almas amigas. Encuentro muchas desde que me he puesto a hacerlo y pienso que tendré que abrir archivos y catalogarlas en diversos apartados. Ayer mismo encontré una de la que habla García Márquez a propósito de su amigo —y para mí alma amiga— Álvaro Mutis. Habla García Márquez de una enseñanza enigmática que le llegó viajando con Mutis por la campiña belga «enrarecida por la bruma de octubre y el olor de caca humana de los barbechos recién abandonados».

        Mutis había conducido durante más de tres horas sin —cosa muy rara en él— pronunciar palabra, hasta que de pronto dijo: «País de grandes ciclistas y cazadores». Poco después confesó que él lleva dentro un bobo gigantesco, peludo y babeante, que en sus momentos de descuido suelta frases como ésta y hasta le indica lo que tiene que escribir.

        Esto del dictado del bobo peludo me recuerda el caso de tierna imbecilidad de Maupassant cuando, sentado un día en su mesa de trabajo, oyó abrirse la puerta de su estudio. Cómo puede ser esto, se preguntó. El fiel criado Tassart tenía orden de no dejar entrar a nadie mientras el amo trabajaba. Maupassant vio de pronto a su propia persona entrar en el estudio, la vio acercarse y sentarse a la mesa en la que escribía y ponerse a dictarle un cuento. No sería el único momento estelar de esta alma amiga —sospecho que las almas amigas tienen no uno sino dos momentos estelares en su vida—, no sería su última tierna imbecilidad, ya que pocos días después nuestro hombre, tal vez trastornado por la visita inesperada de su bobo peludo, escribió al papa León XIII sugiriéndole la necesidad de que las tumbas de inmortales como él fueran de lujo y dispusieran de agua caliente y de aire acondicionado para hacer más agradable la eternidad.

        Al cierre —como suele decirse— de esta primera edición o entrega de momentos estelares de almas amigas, me encuentro con un episodio paralelo al que cuenta García Márquez, y de nuevo con Mutis como protagonista. He encontrado casualmente un artículo titulado Colombia. Recobrar el paraíso. Lo Firma Mutis y empieza así: «País de abogados y de juristas (...)».

        Con este momento estelar doy por terminada mi jornada, pues siento que empieza a descansar ya mi ánimo y que mañana será otro día en la búsqueda de nuevas almas amigas. También sé que pronto me dormiré pensando que la vida está hecha, por suerte, de naderías tiernas e inteligentes. Sé que pronto me dormiré pensando en Saki, el mejor humorista inglés del siglo, que en noviembre del 16, en un cráter de obús cerca de Normandía, gritó: «Apagad este maldito cigarrillo». Fueron sus últimas palabras, porque un instante después una bala le agujereó el cráneo.

 

 

El humor de la muerte

 

Son las palabras de un personaje de Jane Austen: «La gente comete locuras y estupideces para divertirnos y nosotros cometemos locuras y estupideces para divertir a la gente». Se trata de un buen ejemplo de humorismo y una muy compasiva interpretación de la historia, menos solemne que aquella que dice que un apretado tejido de infortunios labra la historia de los hombres.

        Los hombres, desde siempre, hemos cometido estupideces tratando de divertir a la gente. Estoy con Jane Austen. Un ejemplo de esto es la vieja creencia de que los epitafios resumían una vida y hasta la justificaban. Desde la antiguedad dásica, la gente se ha esforzado en buscar para sí misma los mejores epitafios. Reconozco que hay diez o doce poetas griegos y latinos que lograron verdaderas joyas. Pero yo me quedo con el que a mí me parece el epitafio más genial, moderno y bien provisto de humor. Lo encontré en un cementerio inglés, y decía simplemente: «Sin comentarios».

        El prestigio de los epitafios llevó a pensar que las últimas palabras que uno dice antes de morirse tienen una importancia enorme y que redondean y confieren un sentido a la vida de quien las pronuncia. Así llegó a mitificarse hasta límites increíbles las últimas palabras de Goethe: «Luz, más luz». En realidad, lo que al parecer pedía Goethe no era rnás sabiduría sino que descorrieran las cortinas que le separaban del paisaje.

        La moda de acuñar buenas frases finales en el lecho de muerte fue una manía de los románticos. Todo eso cayó hace tiempo ya en el desprestigio, y cabe decir que gente del cine, escritores y músicos contribuyeron a conciencia a que esto sucediera. Gertrude Stein, por ejemplo, que cultivó toda su vida una veta intelectual un tanto rara, no quiso ser menos en el lecho de muerte y viendo que todo para ella se acababa frunció el ceño y dijo: «Cuál es la respuesta?». Nadie se atrevió a decir nada. Entonces ella añadió: «Cuál es la pregunta?». Y se murió. Se murió de esta forma intelectual y sofisticada. Una verdadera tontería.

        Una tontería hecha a conciencia fue la de Buster Keaton en su lecho de muerte. Si mis fuentes son veraces el actor cómico tuvo una muerte ejemplar. Alguien, junto a su cama de enfermo, observó: «Ya no vive». «Para saberlo (respondió otro), hay que tocarle los pies. La gente muere con los pies fríos». «Juana de Arco, no», dijo Buster Keaton, y quedó muerto.

        El escritor italiano Italo Svevo, minutos antes de morir, pidió un cigarrillo al yerno, que se lo negó. Svevo murmuró: «Sería el último». Al comentar este episodio, el poeta Humberto Saba observó que el humorismo es la más alta forma de la cortesía.

        Yo creo que hay que seguir aquella consigna de Stubb, un personaje de Mobby Dick: «No sé muy bien lo que me espera, pero de cualquier modo, iré hacia eso riendo».

        He puesto ejemplos de gente de cine y de escritores que abordaron con humor, deliberado o no, sus últimas palabras. Me faltan los músicos. El caso, por ejemplo, de Rossini que, abatido de dolores en el lecho de muerte, interrumpió así la lectura de la extremaunción que hacía un cura: «Padre, tiene usted una voz muy bonita».

        Anton Rubinstein, a quien enfermo de un mal estomacal incurable entonces, se le prohibió comer ostras entre otros numerosos platos, pidió champagne y ostras, comió y bebió divinamente, y dijo: «¡Estaban buenísimas!» Y se murió.

        Un último ejemplo. Lo cuenta Stravinsky. Su padre, conocido bajo ruso, murió cantando. Sus últimas palabras fueron: «¡Qué bien me siento! ¡Pero qué bien me encuentro!...» .

 

N.B.: Enrique Vila-Matas ha publicado otros artículos y ensayos en sus libros El viajero más lento (1992) y Para acabar con los números redondos (1997). Otros libros de interés son: La asesina ilustrada (1977, 1996), Historia abreviada de la literatura portátil (1985), Una casa para siempre (1988), Suicidios ejemplares (1991), Hijos sin hijos (1993), Lejos de Veracruz (1995) y Extraña forma de vida (1997).

 

 

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