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G O R D A I L U A

 

 
 

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Pierre Loti y el País Vasco

 

Jon Bilbao

 

Pierre Loti llegó al País Vasco en el invierno de 1891, no como turista ni como visitante sino como M. Viaud, oficial de la marina de guerra que venía a tomar posesión de su nuevo cargo. Este no podía ser más modesto, ni más satisfactorio, tampoco, para un marino retirado. M. Viaud estaría al mando del "Javelot", pequeño guardacostas que hacía la guardia en la desembocadura del Bidasoa, río que sin separar pueblos divide dos Estados. En el "Javelot" y en una vieja casa rodeada de un jardín emparedado, en la misma orilla del río, pasó el marino Viaud varios años de su carrera naval, de 1891 a 1893 y de 1896 a 1898.

        Desde su casa podía Loti divisar toda la orilla opuesta y ver en el reflejo de las aguas tranquilas del río las fortificaciones y castillo de Fuenterrabía que dan al paisaje un aspecto más exótico del que podía esperarse en las bravías aguas cantábricas. De noche y en los meses otoñales, cuando llegan ráfagas del viento seco y claro del Sur, muy bien podía pensar Loti que se encontraba a orillas de los Dardanelos o en las márgenes del Danubio.

        Fue en una de sus correrías al otro lado del río cuando Loti comenzó a captar el alma vasca. Antes de venir al País Vasco, Loti no lo menciona en sus obras, salvo una corta mención en su Matelot sobre la lengua dificil o incomprensible del pequeño pueblo pirenaico. Casi un año después de su llegada a Hendaya, Loti decide emprender un viaje de varios días por Guipúzcoa. El punto de destino era el santuario de Loyola, la casa natal de San Ignacio. La impresión que allí recibió Loti fue extraordinario. El enorme edificio se alzaba majestuoso en medio de un hermoso valle rodeado de altas montañas en las que caseríos y praderas, vistos desde el santuario, parecían estar hechos sólo para romper la monotonía del arbolado.

        Dentro del gran santuario de mármol y granito, silencio absoluto y riquezas extraordinarias. Loti, con su compañero vasco francés, recorre las naves al parecer desiertas. Al fondo de una de ellas se abre una pequeña puerta que deja pasar a un joven y sonriente jesuíta que se les acerca ofreciendo guiarles a través del laberíntico santuario. "Nos pregunta somos franceses", dice Loti. " Mi compañero de viaje, que cree adivinar en él un hombre de su raza, le responde en euscuera —Bien, sí —responde el fraile —Ustedes son franceses pero franceses-euscualdunac! Parece sobreentenderse: De este modo, ustedes, son tan poco frances! Y su gesto se hace más acogedor aún.

        Y es aquí, en esta su suposición, que Loti comienza a captar lo vasco a sentir esa unidad que se respira en todo lo vasco. Si no se hubiera dado cuenta Loti de lo que implicaba la frase del jesuíta, no le hubiera sido fácil llegar a comprender lo que tenía a su alrededor.

        Esta visita y esta experiencia es un paso, un último paso, a lo que Loti un mes más tarde nos dice muy enfática y sinceramente. " Hoy 22 de noviembre de 1892, mientras estoy aquí, sólo, en este cabo en que termina Francia, sentado en mi terraza que mira España, se me aparece por primera vez el alma del pueblo vasco... Después de un año que yo vivo aquí, esta Euskalerria, sin haber descubierto en ella nada de muy particular, sin haberme dado cuenta de ello, se ha ido apoderando de mi adhesión. Pero sin duda alguna en mí se ha realizado un violento trabajo, una lenta penetración por los efluvios vascos, y me he ido preparando insensiblemente, a comprender y a amar... Por primera vez siento existir aquí un no sé qué aparte, misterioso-destructible ¡ah! pero aún impregnándolo todo y exhalando de todo —sin duda, el alma agonizante del país vasco..."

        Para Loti la agonía del pueblo vasco radica principalmente en la introducción del turismo, el peligro de "ponerse de moda". Loti, en realidad, teme a tomo lo nuevo. Hombre de una extraordinaria egolatría no quiere sentir a su alrededor nada que le señale el "tiempo"que él llama "la carrera loca", "el torbellino que todo lo gasta", ese "tiempo" que le indica la vejez, el fin, el gran olvido... Los gritos de rebeldía vasca que él ve escritos en las grandes paredes de los frontones, esos gritos de "Viva Euskalerria", le parecen ser gritos de agonía de una raza que se va. Ya desde años atrás, en toda la segunda mitad del siglo XIX, tanto escritores franceses como españoles, creían ver llegar el fin del pueblo vasco, su asimilación por España y Francia.

        Loti cree también ver ese fin, aunque él mismo confiesa que todavía "ni Francia ni España han logrado, después de tantos siglos, asimilárselo completamente". Lo que Loti llama "la agonía del pueblo vasco" no es más que la introducción de todo lo moderno. Así como sentía que se europeizase Turquía creyendo que con ello perdería todo su carácter nacional, así también siente el temor de influjo de los nuevos conceptos y los nuevos utensilios en una comunidad particular como la vasca. Para él lo típico, lo característico de una nación, de un pueblo o de una persona, es lo que él ha conocido. Cualquier cambio le hace rebelarse contra el nuevo influjo. Loti tiene siempre miedo a verse como quien en realidad es: un hombre más emocional que intelectual.

        La obra vasca de Loti se divide en dos partes. De una, Ramuntcho, la novela en la que trata de darnos una impresión global de sus experiencias vascas. De otra, sus artículos, en los que el Loti hombre vemos mejor representado que en sus novelas. Los artículos de Loti son como un escape a su condición de hombre que piensa y sufre. En sus novelas por el contrario vemos en primer lugar el Loti artista.

        En Ramuntcho, a pesar de que el vasco es tan marinero y pescador como el bretón, Loti elige por escenario de su obra los valles pirenaicos y el río Bidasoa. Es probable que si hubiera visitado el País Vasco antes que el Bretón, Ramuntcho hubiera sido un marino contrabandista y no un joven de las montañas. En cualquier caso, lo importante en Loti, lo que hoy más apreciamos en su obra, no son los caracteres de los protagonistas sino las descripciones del ambiente. De ahí que las adaptaciones que de esta obra se han hecho al teatro hayan fracasado totalmente. Las impresiones que nos transmite Loti son impresiones visuales, describe pueblos, paisajes, escenas como podría hacerlo un pintor sin salirse de la realidad visual. En Etchezar, el pueblo de Ramuntcho, se combinan Sara y Ascain; Burguete es San Juan de Pie de Puerto; Suberoa es Hasparren; Buruzabal, Ainhoa, etc...

        Pero cuando en Ramuntcho trata de describir las relaciones humanas, especialmente las relaciones entre Ramuntcho y su madre, vemos inmediatamente su artificialidad respecto al ambiente. Ramuntcho da aquí la sensación de ser un niño de pequeña ciudad (quizá el niño que debió de ser el propio Loti) y no un joven de la montaña. Las relaciones emocionales entre padres e hijos o entre cualesquiera otros miembros de la familia no se presentan nunca con los caracteres de afabilidad externa que estamos acostumbrados en la sociedad de las ciudades modernas. Pero no es sólo en la descripción de estas relaciones donde falla Loti, sino en todo el argumento de su novela que aparece completamente alejado de la vida vasca. En cambio, en las descripciones visuales aparece lo mejor de Loti: los partidos de pelota, la taberna, los bailes, el paso del contrabando.

        En los artículos es donde el verdadero Loti se deja ver. En ellos no hay argumentos que le haga sujetarse a un plan determinado, su pensamiento puede lanzarse libre a las esferas más altas. Las personas, las cosas, los paisajes, las emociones no son más que pretextos para hablar de sí mismo. En todos ellos domina la idea de la muerte que obsesiona a Loti al punto de no ver, por ejemplo, la belleza de los templos repletos de fieles e incienso. Las mantillas bordadas de las mujeres le hacen sentir la fragilidad de la vida humana, la muchedumbre congregada, gente marchita que exhala un olor cadavérico, de personas que se van, que están esperando irse al otro mundo. Un olor que ni tan siquiera el exceso de incienso puede hacer desaparecer.

        La religiosidad del pueblo no la ve él en los templos, sino en las ceremonias al aire libre, en esas misas que tienen por cielo el sol de verano, por altar al borrascoso mar cantábrico y por coro a las altas montañas pirenaicas. El momento de sentimiento religioso es fugaz, es sólo un instante, cuando en medio de la mis se siente un silencio extraño, sugestivo, en las mañanas estivales. Aun en todos estos momentos en que Loti cree sentir lo religioso, lo divino, no sabe qué es lo que hace sentir más, si los recuerdos que le vienen, recuerdos infantiles de religiosidad familiar, o eso otro, desconocido, que se encuentra más alla de lo humano. Cuando indiferente, sin dejarse llevar por sus recuerdos, ni por la emoción del momento, piensa en lo divino, lo hace siempre en términos panteístas y nos habla del "Gran Pensamiento".

        Pero el momento terrible para Loti es esa hora de la mañana que sigue al despertar, en que la realidad y el abismo de lo irreal se unen, en que la pesadilla se casa con el ruido matinal, momento en que se hace patente la brevedad de la vida. Y todo ello es aún más terrible en esta tierra vasca, verde, fuerte y serena, donde todo parece tener tanta vida, donde el espectáculo de la muerte parece no existir, ni tener importancia, donde a los que van le entierran alrededor de la iglesia y reciben la visita dominical de sus deudores. Y el ególatra Loti se siente insignificante, empequeñecido ante esa gente robusta y llena de fe, gente que besa las imágenes sagradas, "muñecos vestidos de infantes", con la fe que les proporciona el estar en posesión de una verdad, no importa cual, pero que les da fuerzas para vivir y seguir sufriendo.

 



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