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G O R D A I L U A

 

 
 

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El suicidio y el gozo de vivir

 

Javier Sádaba

 

        Artikulu hau "Saber vivir" deitu liburuko kapitulu bat da. Guk hemen azaltzen dizuegu idazlearen beraren baimen eta bedeinkazio guztiekin.

 

                        "Una de las funciones más nobles de la razón consiste
                        en saber si es o no, tiempo de irse de este mundo".

                                                        Marco Aurelio, Libro III.

 

        Decir algo nuevo sobre el suicidio es realmente difícil. El terreno está muy trillado. Los estudios sicológicos, sociológicos, antropológicos, culturales, ético-políticos, etc. nos han ido dando la entraña del fenómeno del suicidio, y los problemas que comporta. Hay, además, otro hecho, que haría superfluo que dedicáramos más tiempo al tema: la pérdida del halo tremendista que el suicidio pudo tener en momentos más inquisitoriales y clericalizados. La labor liberadora que filósofos, literatos y escritores en general, llevaron a cabo en el pasado para despenalizar el suicidio, para contrarrestar el marchamo de réprobo que se colocaba en el suicida, se ha ido haciendo inútil en una sociedad secularizada. Defender el suicidio no es ya marca de libertario. De la misma manera que no dejaría de ser un pasatiempo o un juego "demodé" discutir las razones que dieron San Agustin o Santo Tomás, para demostrar la maldad del acto consistente en quitarse voluntariamente de en medio.

        Pero es que, además, ¿quién podría dudar, a estas alturas, de la normalidad, de la licitud del suicidio? Tanto un repaso, histórico de nuestra tradición como el sentilo común nos mostrarían, inmediatamente, que el suicidio es la cosa más natural. Si esto es así, entonces quién tendría que darnos argumentos poderosísimos sería el que está en contra del suicidio; a éste le correspondería, el peso de la prueba, el esfuerzo para abrirnos los ojos ante esa supuesta perversión. La historia, efectivamente, nos ilustra al respecto. Los estoicos, por ejemplo, se tomaron el suicidio como una medicina o botica a usar en cuanto creyeron que había llegado el momento. Cuando alguien estaba decrépito por lo avanzado de su edad o porque alguna enfermedad había hecho presa en él, lo lógico era no ser un peso para nadie y evitar sufrimientos. Seguir en el mundo no compensaba. Pues bien, los estoicos no solo no están fuera de nuestro horizonte cultural sino que ni siquiera se sitúan marginalmente como podría ser el caso de otros defensores, (más mitigados desde luego), del suicidio como son los epicureos. Más aún, una buena parte de la moral occidental, esa parte, precisamente, más concienzuda, conservadora y que mejor casará con el cristianismo, está impregnada de estoicismo. Por lo que al sentido común se refiere, una pequeña reflexión parece que da la razón al suicida. Si de algo tiene constancia uno es de que "yo soy mío". El derecho a disponer, por encima de cualquiera, de mis cosas y, concretamente, de mi vida se me presenta como incustionable. Incluso si estuviera compuesto de alma y cuerpo, incluso si fuera cierto que hay "un fantasma en la máquina" el dominio sobre mí mismo se sigue del hecho de ser un individuo que no es parte de otra cosa. De la misma manera que todas mis acciones fluyen de mí, mis omisiones de mí fluirán también. El peso de vivir lo llevo yo y si no quiero continuar caminando no tengo más que pararme.

        Tal vez no esté de más sintetizar lo dicho a modo de argumentación. Que el suicidio es algo inocuo se puede expresar siguiendo a uno de los que mejor ha plasmado esa normalidad: Hume. Modificando un poco su argumentación, procederíamos así. El suicidio, generalmente, no hace daño ni a la naturaleza ni al resto de los hombres, ni a aquel que lo comete. En consecuencia nada hay que objetar, generalmente, al suicidio. La desaparición de una persona no altera el orden natural de la misma manera que no lo altera la muerte de un elefante o de una sabrosa ostra. Por lo que a la sociedad respecta, muchas veces, saldrá ganando cuando se autoeliminen aquellos que con sus flaquezas e inadaptación poco aportarían a la convivencia de los hombres. Finalmente, no deja de ser grandioso el acto supremo de dominio sobre sí mismo de quien se quita la vida. Por tanto, el suicidio, generalmente, nada tiene de malo y sólo se le podrían poner objecciones cuando se altere, excepcionalmente, (muchísimos suicidios, por ejemplo) el curso de la naturaleza, o de la sociedad humana, (muchísimos suicidios, de nuevo) o fuera, claramente, un caso de crueldad. Cuando estén ausentes tales excepciones oponerse al suicidio no sería sino la manifestación de prejuicios religiosos, culturales o pura inercia, pero faltarían, desde luego, razones convincentes.

        Estoy de acuerdo, también generalmente, con lo que acabamos de exponer. Tiene, no obstante, un efecto de consecuencias graves: es demasiado fácil. Trivializa en exceso y de esa forma oculta aspectos fundamentales. La acumulación de hechos, a veces, no hace sino evidenciar pobreza teórica. Un caso que ilustra bien esta manera de proceder lo vamos a ver a continuación. En 1975, J. Margolis, publicó un interesante libro, (Negativities: The limits of life) que produjo la consabida polémica. En dicho libro hay un par de afirmaciones que convendría retener para lo que estamos tratando. Una es ésta: "Hay un sentido en el cual una persona puede ser un suicida racional; es aquel en el que un hombre tiene como su principal preocupación el acabar con su vida". La otra es esta: "Hay personas que desean pura y simplemente poner un fin a sus vidas puesto que la vida ha dejado de tener un significado suficientemente favorable o porque el mantener la vida en determinadas circunstancias, (una enfermedad dolorosa incurable, por ejemplo) no tiene un significado suficientemente favorable".

        Las frases suenan convincentes. El asunto es darlas contenido. El concepto esencial es el de "significado suficientemente favorable". La vía, no obstante, por la que opta Margolis es la de dramatizar un caso. En el fondo no es sino buscar instancias a la argumentación que dimos antes de la mano de Hume. Se selecciona un hombre o mujer solitarios, condenados a muerte por alguna terrible enfermedad que conlleva insoportables dolores, que causa repulsión, etc. Con un poco de imaginación se puede llegar a pintar un caso tal que el espectador pida a gritos que el personaje se suicide y si no que le apliquen la eutanasia.

        El asunto sin embargo, es más complicado. Como ha puesto de manifiesto un critico de Margolis, H.A. Nielsen, (Ethics, julio de 1979) las inferencias que quiere sacar nuestro autor están viciadas, ya que parten de un concepto oscuro que en ningún sitio se nos aclara: la voluntad de una persona, decidiendo que la vida es carente completamente de significado, que le es del todo desfavorable. Al final todo queda en una mejor o peor descripción de una situación llena de pesimismo y desesperación. ¿Pero, desde dónde dice uno que la vida es algo positivo o no? ¿Qué significa valorar positivamente la vida? Porque si hay que romperse la cabeza para demostrar que no está mal quitarse la vida es porque se acepta, normalmente, que es mejor estar con vida que estar sin ella. Dicha afirmación, en efecto, forma la base de las creencias de nuestra sociedad, se esté de acuerdo con Santo Tomás o se le deteste, se esté de acuerdo con Hume o se le deteste. Es esto, pues, lo que hemos de examinar.

        En el último libro de Ferrater Mora, De la materia a la razón (1979), Ferrater va directamente al tema. En su programa mínimo incluye el principio de que vivir es mejor que no vivir. Naturalmente no se queda cruzado de brazos ahí, sino que trata de dar sustancia a tal principio. Este, según él, quiere decir, en primer lugar, que la vida, si se vive, no es porque reciba su sentido de algo externo a ella como podría ser, por ejemplo, una vida transmundana o algo semejante. En segundo lugar, la cuestión es de preferencias, por, un lado, y es relativa, por otro. Se prefiere estar con vida a estar sin ella en circunstancias normales y no se prefiere estar con vida cuando la situación es radicalmente negativa para el sujeto que la padece. En este último caso, Ferrater estaría con los estoicos. El suicidio y la eutanasia tendrían su punto. Es cuestión de grados y de sensatez; como se ve. Ahora bien, siendo esto así, es obvio, observa Ferrater, que la vida preferible de la que se habla no es la del mero subsistir, sin más, sino de una vida con potencia suficiente como para gozar de sus bienes, resolver y superar dificultades, idear proyectos y realizarlos en alguna medida, etc. Y así también la postura de Ferrater se clarifica en cuanto que se contrapone paradigmáticamente, a pesimistas ilustres, como sería el V.G. Schopenhauer, para quien la vida, o para ser más exactos, la voluntad de vivir es algo irresistiblemente irracional, una ilusión de la que somos víctimas y que habría que atemperar hasta liberarnos de ella.

        La postura de Ferrater no es nueva. Es un principio bien extendido y, ciertemente, nada simple. Todo el utilitarismo teleológico en sus diversas variantes afirmará que vivir y reproducirse es mejor que no vivir y aniquilarse. Si traducimos tal afirmación de una manera más sofisticada, habría que decir: ser es mejor que no ser. Aquel principio supone éste, de él se nutre, en su seno vive. Este principio nos dice que, en igualdad de condiciones, y una vez que uno es, es preferible mantenerse en el ser que cesar de ser. El gran principio de la moral utilitarista, de la moral mayoritaria y triunfante, de la racionalidad vigente acaba siendo un pariente más del argumento ontológico. Una parte sustancial de tan venerable argumento, consistía en considerar la existencia como una perfección. Quién existe es más perfecto que quién no existe en la realidad. Pero, ¿por qué? Como vemos aquel principio ni era tan simple, ni tan mínimo ni tan inofensivo. Su complicación no es fruto de rizar el rizo sino de la coimplicación real de grandes opciones básicas que habitualmente no se explican. Ponerlos entre paréntesis es una osadía. Vamos, no obstante, a atrevernos a ello.

        En una entrada del Diario de Wittgenstein datada el 30 del 7 de 1916, leemos lo siguiente: "Si se me preguntara ahora por qué debería vivir felizmente, la pregunta me parece que es retórica: y es que la vida feliz se justifica por sí misma; es la única justa". Unos días antes, el 8 del 7 del mismo año, había escrito: "Yo soy feliz o infeliz. Eso es todo...; Vive felizmente!". ¿Qué es lo que quiere decir aquí Wittgenstein? Que si alguien negara primacia a la felicidad se estaría contradiciendo, o mejor estaría dando por supuesto lo que quiere probar, ya que a la felicidad sólo puede oponerse uno en nombre de la misma felicidad. Si alguien se empeñara en convencernos de que debemos ser desgraciados y no felices, podemos estar seguros de que para él, la felicidad es eso que llama desgracia. Por eso la felicidad, ni se funda ni se refuta. No podemos ir más allá de ella.

        Tal vez era esto lo que quería comunicarnos Ferrater Mora u otros tantos situados en la misma línea. Si es eso lo que querían decir, entonces habría que desplazar la atención a la felicidad y no a, la vida. La idea de preferencia, de cálculo, de juego.. racional con la que opera Ferrater, al privilegiar las decisiones racionales, las alternativas, tiene el inconveniente de intelectualizar en exceso el problema; es decir, de aparentar que el concepto "vida" tenga un contenido fijo, un significado hecho. La cuestión, no obstante, es del modo de vida, del estar a gusto o no, del estar contentos o no, de cumplir o no las satisfacciones que, nosotros mismos, nos ponemos como condición para saber que vivimos. El asunto no es tanto de vivir, sino de sentir que se vive. Que hay elección y preferencia es indudable. Sólo que esto adquiere su sentido desde la vida cualificada, desde esta o aquella vida.

        El asunto es, por tanto, de calidad de vida. Y dando un paso más, de la calidad de vida de todos los días. No son las grandes hazañas o las emociones fuertes las que, como súbita aparición, nos trasportarían a nuevas tierras, a cielos aún no conquistados. Un hecho, ciertamente, puede cambiar radicalmente nuestra forma de vivir. A Tolstoy, la muerte de un ser querido le llevó al borde del suicidio. A San Francisco de Borja le llevo a "abandonar el siglo". Pero no hay que caer en la trampa; en la trampa consistente en creer que hay tiempos privilegiados, irrupciones misteriosas, cargadas de Príncipes Azules. Si tales tiempos existen será porque se ha dado una experiencia gozosa. Todo instante puede ser gozoso. No suele estar en nuestra mano el determinar cual de ellos ha de ser más propicio. Pero lo que está claro es que es eso lo que importa. La vida, a secas, no dice nada. Más que de vida feliz, en fin, habría que hablar de la felicidad de la vida. Desde ese vivir intenso se abraza o se abandona la vida.

        Las grandes categorizaciones tienden a ahogar los detalles, las peculiaridades tienden a nivelarlo todo. Parece que es este el destino de nuestra organización social. Así, la "vida" es una palabra que nos golpea vacía. Se la mezcla en el conjunto de palabrería que nos entontece desde los periódicos, desde el discurso aburrido de los hombres públicos. La vida se convierte en su contrario: en la muerte. De esta manera no es fácil poner delante de los ojos la concreta vida ordinaria. No es fácil invertir las cosas. No es fácil encontrar una vida cotidiana con calidad. Y sólo desde ahí se haría innecesario el suicidio, ese ataque a la imaginación que diría Epicuro. O sólo desde ahí se haría racional el suicidio.

 



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