L I T E R A T U R   A L D I Z K A R I E N
G O R D A I L U A

 

 
 

                   - Orrialde nagusira itzuli
                   - Pott aldizkaria
                   - Ale honen aurkibidea

                   - Ale honi buruzkoak (azalaren irudia eta fitxa)

Aurreko artikulua— Pott bandaren praka (1979-uztaila) —Hurrengo artikulua




 

 

3 cuentos inacabados

 

Jose Luis Merino

 

Nosotros vivíamos en Dagazinda. Dagazinda es una pequeña ciudad al norte de Nueva Delhi. Mi padre trabajaba a las órdenes del Cónsul de Su Majestad de Casi Todo el Imperio Británico. Nuestra casa y la del cónsul se hallaban en el extremo de la ciudad. Luego de la casa venía la soledad de una gran extensión que sabíamos a dónde conducía, porque un viejo refrán asegura que la India es más grande que el mundo. Mi padre tenía su versión: «un día que la India se descuidó, entonces nació la otra parte del mundo».

        Mi padre era irlandés; y yo también, pero como a los tres años me llevaron a Dagazinda, mi padre decía que yo era de Dagazinda. La verdad es que yo podía haber nacido en Dublín o en la luna o dentro de una tetera victoriana, ya que no me acuerdo más que de Dagazinda.

        No conocí a mi madre. Murió al nacer yo. Mi padre se casó por segunda vez. Digo esto para que se sepa que en Dagazinda vivíamos mi padre y yo, y mi madrastra; aunque con ésta jamás hice buenas migas. No la soportaba. Mi madrastra era una de esas taradas que hablan más a fondo con su perro que con el psiquiatra. Digo esto porque la histerizaban por correspondencia desde un centro de subnormales de Londres, y porque mi madrastra tenía un perro: un gran danés que mandó traer del Reino Unido. Mi madrastra le había puesto al perro una porquería de nombre: Emperador. A mí me han gustado y me siguen gustando todos los perros del mundo, menos aquel perro. Creo que aquel perro no era un perro, sino un idiota que ladraba.

        Mi padre solía decir que en todo inglés, ya sea lord o perro, hay un mayordomo oculto. Algo de esto debe ser verdad, porque cada vez que mi madrastra aporreaba el piano, en alguna fiesta de cumpleaños, los únicos que le escuchaban, al parecer con sumo interés, eran el cónsul, la mujer del cónsul y el perro. Recuerdo muy bien lo que hacíamos mi padre y yo en esos momentos de aporreamiento: mi padre se ponía a leer por centésima vez las páginas dominicales del Ireland Liberator que recibíamos con quince días de retraso (metía la cabeza tan dentro del periódico que parecía una bujía miope de nacimiento); y por lo que a mí respecta ponía toda la atención en ver cómo las moscas se daban de morros contra las cortinas del salón.

        Mi padre tenía un peso descomunal. Parecía un avión colorado lleno de cajas vacías de cerveza. Por lo que me contaba mi padre, mi madre no le anduvo a la zaga en volumen. Digo esto porque no comprendía cómo mi padre pudo casarse con mi madrastra, ya que esta zurraca era la persona más flaca que había visto en mi vida. Por más que lo intenté nunca conseguí verle las piernas. Me las imaginaba tan delgadas que apenas existirían. Al menos no serían más gordas que aquellos ridículos pliegues bíblicos que se le formaban en las largas túnicas que usaba. Digo esto porque con aquellas túnicas mi madrastra parecía una Cleopatra de Huevo Hueco. Además, su cara era de lo más absurdo que he visto en mi vida. Tenía unos ojos muy pequeños (como dos guisantes a la deriva); y como se los pintaba tanto, parecía que de los párpados al blanco pequeñito de los ojos distaban veinte metros de largo. Su boca era minoritaria: cuando hablaba parecía que recién le habían rasgado el precinto de fabricación. Y con ser grande su nariz, la barbilla era mayor. Del pelo no hablo, porque era calva. No puede extrañar a nadie que no me entendiera con aquella papaluca. Pero su vanidad era todavía mucho más insoportable. Esta vanidad hacía que su interés por mí fuera nulo. Me trataba como si yo fuera una radio portátil de onda corta para sordos. Debo decir que tampoco con mi padre se entendía bien. Con el único que se entendía era con el idiota del perro. Solía hablarle como si el perro fuera admirador suyo: «¿verdad, querido, que al mirarme se diría que llevo dos palacios sumerios en los ojos?». Cuando oía estas majaderías yo me ponía a cien. Pero de quien quiero hablar es de mi padre.

(Extensión provisional del relato completo: ocho folios)

 

El novicio Hamoli dormía el calor de la tarde bajo la sombra de una palmera centenaria que miraba a otras palmeras aún más centenarias. Las idas y venidas de su cabeza daban bandazos coco abeja de una sola ala. Por algún lado del sueño soñó que un hombre yacía junto a él con una daga ahondada en el pecho. El fuerte color de la sangre le despertó. Hamoli miró a su alrededor. La calma era total. Sólo el crepúsculo ya iniciado guardaba relación con el sueño: aparecía rojo como un gran charco de sangre. Hamoli contempló la visión de aquel hechizo solar que los siglos han repetido y repetirán hasta la desaparición. Al rato dirigió sus pasos hacia el poblado. Allí moraba su casa y no muy lejos el monasterio donde algún día se consagraría al Señor de Todos los Vivientes. Caminaba despacio entre rezos antifonados al cielo, cuando delante de sí vio tendida en medio del sendero su propia daga de oblaciones. Se arrodilló a recogerla como quien dobla un fragmento entre las manos. La daga de oblaciones residuaba sangre todavía caliente. El primer impulso lo movió a tirarla lejos, pero otro impulso mayor le aconsejó guardársela. Por su rostro pasó un gesto de asco y de miedo al mismo tiempo. Hamoli no supo qué fuerzas desconocidas le retuvieron allí sin apenas moverse. Preocupado por averiguar la interrogación de aquella broma macabra, esperó a que las estrellas hicieran la noche más profunda. Durante la espera un delito en miniatura se le fue agrandando poco a poco en su cabeza. La miniatura se agrandaba y empequeñecía. Más tarde sus nuevos pasos tiraron acechados de dudas hacia su casa. El contacto de los demás novicios no le dejaría pensar en la soledad que necesitaba en esos momentos. No iría al monasterio. Guardó su perfil en el embozo de los hábitos y buscó seguido calles poco frecuentadas. Calles por donde pasaran las figuras ausentes de los que pasaron otros días. Después de variar repetidas veces el camino directo hacia su casa, al fin consiguió entrar en ella sin que nadie le viera. Se tumbó en la cama. Procuró no dormirse, porque temía soñar con el mismo hombre apuñalado y la misma daga curvada como un pañuelo sangriento.

(Extensión provisional del relato completo: cuatro folios)

 

En los dos últimos años he vivido pocos momentos felices. La obsesión de escribir nuevas historias me ha cerrado los dedos hasta el ahogo. Silo que busco fueran historias reales bastaría con tomar aquello que aparece en los diarios y en la revistería barata del mercado. Pero no. Mi vacío interior proviene de la imposibilidad de encontrar nuevas historias fuera de la realidad.

        A veces pienso en los libros que escribí en otro tiempo. Esto me reconforta momentáneamente. Más tarde me doy cuenta que eso es algo que ya no me pertenece. Lo veo como algo sin valor, perdido en la diversidad.

        El bajo líquido de la impotencia recorre de sustancia sin valor esta habitación donde ahora intento escribir nuevas historias. Habitación de sueños que destrozó el pasado.

        En este intento de escribir, sin conseguirlo, noto que me falta la ciega audacia de otras veces. Aquellas veces en las que cualquier acontecimiento, una mínima conversación escuchada al azar, me sugería la voluntad casi enfermiza de escribir más de una historia. Aquellas historias reales que yo las convertía en ficticias, porque entonces pensaba que una palabra mía era suficiente como para enamorar al Universo.

        Como necesitaba encontrar nuevos temas para mis narraciones, he probado una tentativa humillante. He corrido la voz entre mis amigos. Dije que me buscaran nuevos temas; que lo propagaran entre sus amigos.

        El miedo a estar acabado me tiene asustado. Y para salir de este miedo he buscado lo imposible. He tratado de apagar los grifos del lavabo con un fuego encendido; he grabado en el magnetófono el intento de entrevistar a un botón azul de la camisa que llevo puesta; me he propuesto encontrar en la guía de teléfonos algún asesinato oculto entre los números; he probado sacar trigo de los hilos del pijama. Pero lo imposible no se ha hecho posible. Todo lo que intento se pierde en la línea poco aprovechable de la nada. Mi vida es la sombra de un pájaro sin existencia.

        Así de humillado y perdido me encontraba, cuando llamaron por teléfono. Los timbrazos me sonaron a secreto de alguien que llamaba. Tomé el aparato con oídos silenciosos. Una voz como de muchacho joven me hablaba en nombre de un amigo común. Se refirió a las historias que yo necesitaba. Me proporcionaría una, dijo. Conteste algunas palabras que ahora no sabría precisar cuáles fueron. El muchacho habló de las condiciones económicas. Estas se vincularían al valor de lo contado, señaló. Quedamos citados en un come-bar macrobiótico ubicado junto a la Catedral. Se despidió. Me pareció que doblaba la esquina del teléfono y que yo lo veía desaparecer sin dejar rastro alguno. En el momento de colgar el aparato me di cuenta que no dijo su nombre. La llamada, la proposición y la cita tuvieron la facultad momentánea de volverme real.

        A la hora prevista entré en el come-bar de la cita. El lugar se parecía a otros lugares de esparcimiento que yo había conocido en mi vida anterior, aunque la abundancia de hombres prevalecía sobre la ausencia total de mujeres. Varios carteles repartidos por el local vedaban con razonable eufemismo la entrada a las mujeres. Busqué una mesa libre. Pedí un trago de alcohol. El mesero me informó que sólo servían bebidas sin perturbaciones. Su negativa parecía estar hecha con las palabras de un ángel de bebidas. Solicité una apacible pepsicola. Luego observé a la gente que llenaba el local.

(Extensión provisional del relato completo: seis folios)

 



Literatur Aldizkarien Gordailua Susa argitaletxearen egitasmoa da.