L I T E R A T U R   A L D I Z K A R I E N
G O R D A I L U A

 

 
 

                   - Orrialde nagusira itzuli
                   - Pott aldizkaria
                   - Ale honen aurkibidea

                   - Ale honi buruzkoak (azalaren irudia eta fitxa)

Aurreko artikulua— Pott bandaren praka (1979-uztaila) —Hurrengo artikulua




 

 

El blue shark

 

Pablo Antoñana

 

Si le diesen pluma y papel holandés allí mismo, bajo la luz colgante de la tabernita, podría dibujar la estampa briosa del clíper «Errante», hermoso vapor a hélice y un árbol de mástiles soportando vela desplegada a todo trapo cuando del viento se servía por ahorro de carbón. Había sido fogonero de tan graciosa y solemne nave y la guardaba viva en la memoria. El mando lo tenía el capitán Sir Robert Ronaldson, el primer maquinista se llamaba Cellier, barbudo, tatuado, cojo, con casi dos libras de papada. Entre los veinte o treinta marineros (me es imposible precisar con exactitud el número) más de seis navegaron todos los mares y otros tantos contaban naufragios como se narran enfermedades o mal de muelas. Hasta había un antillano color café con leche que tripuló en el yatch «St George» antes de que se pregonase su desaparición misteriosa entre las algas vivas y con dientes humanos del Seno Mexicano. Construido en Inglaterra con maderas sanas de teca y álamo, consolidadas con tres manos de sebo, cabalgaba sobre el lomo del mar igual que un galgo.

        Sir Ronaldson, procedente de la tierra brumosa de Hertfordshire, amaba lo extraño y la soledad. Se confesaba buscador de sí mismo, desterrado, y, entre las cartas de marear, a gusto. Por tanto se refugiaba en la cámara que, en sus muchos viajes, adornó y alhajó con pieles de animales silvestres. Estaba representada la foca, el cerdo marino, el leopardo y el antílope. Profusión de espejos, relojes, sofás con caricia de terciopelos rojos, y alfombras. Por entre tanto objeto y tela se movía pesado, siempre forrado con abrigo largo hasta las botas y la cabeza calzada con gorra de visera. Nadie conoció la boca del capitán Ronaldson sin la pipa, apagada o encendida, yerta o con humo, describiéndole un rictus de tristeza.

        Conocía el mapa del cielo con el mismo detalle que el intríngulis enmarañado y laberíntico de su barco. Así, e incluso a través de la niebla, era capaz de descifrar los parpadeos en la constelación de La Oca, el Rengífero, la Jirafa, el Lince, y reconocía el bastón de Jacob en la de Orión. Hablaba mal de las mujeres pero amaba los puñales y sables todavía manchados de sangre de reyerta que compraba pagando alzados precios. También los artilugios para cargar cartuchos, los machetes cañeros, los revólveres de tambor volante. Si bebía le salían fajos de extraña luz del interior más íntimo de sus ojos y aparecía como sonámbulo, cargados sus hombros de carabinas, como alijo de contrabandista. Si sobrio gastaba sus ocios escondido entre las telas colgadas de la cámara, fumando y fumando, sin más quehacer que quitar el polvo a los animales y pájaros secos que había suspendido de los techos en actitud de volar.

        Todo muy misterioso.

        Cierto día, explicó el tripulante que fue fogonero del clíper «Errante», bajo la luz gangrenosa pendiendo del techo de la tabernita, el capitán Sir Robert se volvió loco. Fue de repente, o lo tenía ya pensado. Era domingo, el cielo liso se posaba en la mar, y entre el aire y el agua, las gaviotas. Casi del mismo color la mancha se licuaba. Lo vieron contemplar ensimismado el océano durante horas, y a media tarde se dedicó a disparar sus cuatro carabinas a ningún sitio del mar. Estará borracho, dijeron. Pero no, era esta vez distinto. Nadie le preguntó, y él sin embargo explicó cómo un escualo seguía al vapor desde una semana atrás. Ejemplar peligroso, pretendía morder la quilla en su popa, y lo conseguiría, si se lo ha propuesto. Es un «black shark», dijo, y tengo anotada la incidencia en el diario de navegación. Como es del mismo color que el agua se hace invisible. Ha comido carne humana producto de naufragio, seguía, y nos busca a nosotros por querencia. Los veinte o treinta marineros escudriñaban con sus ojos curioso la mar y sólo contemplaban espuma o arrugas de ola. Nada más.

        Pero él insistía en disparar sus cuatro carabinas, en cargarlas paciente, apuntar, fuego, pum. Tirulí tirulá. Estaba rematadamente loco.

        Otro día el capitán, Sir Ronaldson, presintió que era objeto de mofa y que la tripulación no creía en el escualo del mismo color que las aguas y con el alma atormentada de un náufrago en sus entrañas. Su obstinación en disparar al mar sin más resultado que levantar ampollas de agua se resolvió dirigiéndose a la marinería: Vais a comprobar ahora mismo que sí, el tiburón está ahí.

        Dicho y hecho. Con gran ceremonia y pompa Sir Ronaldson comenzó a despojarse de su estrambótico atuendo, el largo abrigo de tela gastada que le caía hasta los pies, se quitó por primera vez la pipa yerta y sin humo de su boca, descalzó la cabeza de gorra y las piernas de polainas. Casi en cueros, visto y no visto, se lanzó al mar en pirueta acrobática de experto nadador.

        El primer maquinista, Cellier, barbudo, tatuado y cojo, lo vio caer a plomo, se volvió a los demás y expresó su pensamiento de que ahora sí, el agua del mar y el chapuzón curarían el mal padecido por el capitán. Pero los trapos de colores que de su cuerpo quedaron sin despojar flotaban desgajados solamente, y Sir Ronaldson forcejeaba con algo. Casi de inmediato se aprovechó un arpón de salvamento para enganchar aquellos trapos de colores, pero en vano. Algo tiró de golpe y las aguas se tiñeron creciendo súbito una inmensa flor. Creció por poco tiempo y luego se disolvió. Ya no existía el capitán. Efectivamente, concluyó el fogonero bajo la luz colgante, el escualo estaba allí, era transparente como el agua y buscaba carne humana.

        Terminó el relato mirando a trasluz los sórdidos posos en el fondo del vaso.

 



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