L I T E R A T U R   A L D I Z K A R I E N
G O R D A I L U A

 

 
 

                   - Orrialde nagusira itzuli
                   - Txistu y Tamboliñ aldizkaria
                   - Ale honen aurkibidea

                   - Ale honi buruzkoak (azalaren irudia eta fitxa)

Aurreko artikulua— Txistu y Tamboliñ... y cría cuervos y tendrás muchos (1993-azaroa) —Hurrengo artikulua




 

 

El catolicismo, en entredicho

 

Críspulo Balmoral

 

Sisebuto Artaburúa "Hurontxu", era uno de esos ancianos que diariamente frecuentan, con fines etílicos, los tabernáculos de la hoy célebre callejuela del licor duranguesa.

        Era de pequeña estatura, magro, grueso, de rudo continente. El cráneo, cónico; los óculos grandes, desorbitados; los labios anchos, negruzcos; una nariz adiposa, de modelado turco, pero con las ventanas demasiado abiertas; el mentón prominente, sinónimo de acusada personalidad; la barba descuidada, pues apenas atendía al aseo corporal; la tez morena, impropia de un vascongado; los cabellos olvidados, la boina extensísima.

        Había abandonado el seno materno hace medio siglo en un risqueño caserío próximo a la villa de Ochandiano. Una infancia fundamentada entre el pastoreo del ganado caballar y la recolección agrícola, una adolescencia cimentada por el gamberrismo y la rufianez, un servicio militar cumplimentado en Africa a las órdenes del coronel Matamoros y una madurez colmada por el burdelismo y la enología hicieron de él un anciano de afable carácter, dado al cántico y a la chanza.

        Todos los días, al finalizar el trabajo, se reunía con sus compañeros habituales y recorrían las posadas. En ellas entonaba versos malsonantes y obscenos, palpaba las nalgas de las mozas casaderas e ingería doble ración de vino tinto. A las nueve de la noche, perfectamente borracho, se dirigía a la casa de huéspedes donde la patrona lo recibía entre ternos y maldiciones. Sorbía la misma sopa aguada de siempre y se introducía en el lecho, donde, tras una sesión de autoconsumo, quedaba profundamente dormido.

        En la serrería donde laboraba, sus superiores tomábanle por inepto, encomendábanle las tareas más ingratas y cada fin de mes ratoneaban ladinamente su soldada: él, hombre simple, cualificado discípulo del santo Job, dejaba hacer, pues careciendo de cultura (no sabía leer ni escribir), "hobbys" (excepción del lenocinio y el alcohol) o afán alguno no precisaba llenar sus arcas, que por otra parte, como él creía sólo contribuirían a despertar en su patrona la simiente del hurto. Alumbrada que fue la democracia burguesa, seguía sin comprender concepto político alguno aunque gustaba de asistir a las manifestaciones y enfrentarse con más propósito que nadie contra las Fuerzas de Contrainsurgencia. En ningún comicio emitía su voto y cuando alguno le explicaba el mecanismo electoral, las cámaras legislativas o la Ley de Despenalización del Aborto, "Hurontxu" se encogía de hombros, mostraba rostro inocuo y lamentaba no comprender nada, para, seguidamente, aseverar: "me parece que sigue todo igual que antes". Los ancianos hacíanle callar, mas los jóvenes ratificaban dicha apreciación con académicos y versados argumentos, originándose acalorados debates dialécticos que las más de las veces acababan en pugilísticos.

        Cierto es que las gentes del villorrio apreciaban a Sisebuto. De él no podía esperarse malignidad alguna. Ni durante las intoxicaciones etílicas más agudas olvidaba el respeto debido a sus semejantes, aunque hubiese compadres (Críspulo Balmoral, el vascófobo y un cuarteto de malandrines) que deseaban su mal vertiéndole purgantes en el licor. Ni aún así conseguían que dejara de canturrear y danzar desaforadamente a los sones de la juvenil música.

        Las púberes doncellas, obligado es decirlo, repudiaban a "Hurontxu". Ellas, recientes colonizadoras de la rúa taberneril, no podían soportar que bailase junto al cetrino y pudoroso corro que formaban, que las vituperase decimonónicos piropos, ni que, en momentos de descuido y con paternal gesto palpase sus desarrollados glúteos. Por todo esto habían jurado odio mortal imperecedero para con Sisebuto. El reía y entre cánticos y sorbos repetía: "en el amor y en la guerra, todo agujero es trinchera", frase que aprendió durante el reemplazo forzoso.

        Como buen vizcaíno, profesaba, de un modo exacerbado, la doctrina católica. Todos los domingos al mediodía asistía a los oficios en la sinagoga parroquial. Allí, dominado por profundo fervor, escuchaba de boca del oficiante las enseñanzas de los profetas, la tentación de Eva o el martirio y castración de los Macabeos. Para poder acceder al sacramento de la Comunión, costumbre tenía de enumerar sus culpas ante Don Poncio, el párroco. Este, en la hedionda lobreguez de su confesionario, escuchaba atentamente la retahíla de estulticias de las que el inefable anciano arrepentíase clamando misericordia. Concluída que era la exculpación, Don Poncio lo retenía y con malsana ansiedad interrogábalo sobre aspectos que en nada deben atañer a un sacerdote católico. Jamás inquiría sobre la situación de los depauperados de la villa sino sobre la posibilidad de reinstaurar el tribunal de la Inquisición o las tarifas de los prostíbulos de la provincia. Sisebuto contestaba, pormenorizando lo relativo a la segunda cuestión y el predicador agitábase preso de execrables pasiones.

        A los cuatro meses de cumplir los cincuenta y ocho años de edad, algo estrambótico aconteció en la vida de Sisebuto Artaburúa. Desapareció. Durante varios años sus conocidos no tuvieron noticia alguna de él. En la serrería no comparecía y su patrona escrutaba diariamente las páginas de sucesos de los diarios en busca de la noticia de su fallecimiento. Todos deseaban interiormente que su cadáver apareciese en alguna escombrera, bien cosido a navajazos, bien la cabeza sesgada del tronco. Mas, nada de ésto había sucedido. Una mañana de domingo, festividad de San Apapucio, Sisebuto, don Sisebuto, hizo aparición en la calleja. Los atónitos viandantes no daban crédito a sus ojos, negábanse a creer que aquel fuera el ignorante charrán que siempre habían conocido. Vestía un traje de pura manufactura británica, levita de astrakán, zapatos de charol y sombrero neoyorkino. El rostro afeitado, maquillado y un monumental habano en la boca.

        Sin embargo, lo que más impresionó a las gentes y produjo entre éstas varios síncopes, fue la atractiva doncella que, agarrada a su antebrazo, caminaba junto a él. Se trataba de doña Ursula Jauregiandía, la única heredera de la estirpe más acaudalada del País, propietaria de fincas, palacetes y millones de acres de tierra inculta. Comentaba el vulgo que los guerrilleros secesionistas habíanle exigido el impuesto de extrema propiedad y que ella lo abonaba con gusto e incluso centuplicado, pues compartía a pies juntillas su ideario patriótico y revolucionario.

        Sisebuto saludó cordialmente a todos. Quienes pensaron que su carácter se habría engreído, se equivocaron. Invitó a todos los presentes a degustar el licor importado que quisiesen en la posada más próxima. Al punto la calle quedó vacía.

        Una vez en el interior y abrazado a su amada, inquirió a los presentes sobre las posibles novedades acaecidas en el municipio durante su ausencia. Le informaron de como Críspulo Balmoral había ingresado en las Fuerzas de Contrainsurgencia, obteniendo numerosas condecoraciones por sus innovaciones en los métodos de tortura; como Honorio, el dueño de la serrería, habíase seccionado las extremidades inferiores en un estúpido accidente; como don Poncio había sido cesado en su ministerio sacerdotal al publicar la prensa unas fotografias de un burdel, donde se le apreciaba en afanosa copulación y como doña Leguncia, su antigua patrona, había sufrido un atentado terrorista por parte de un huésped que descubrió que el potaje no era sino orina y el supuesto zancarrón, suelas de zapato recortadas.

        Sus pretéritos compañeros inquirieron a su vez a Sisebuto. Este hizo una breve sinopsis de sus andanzas: una noche, cuando se dirigía ebrio a la casa de hospedaje, sufrió un tropiezo, golpeóse el cráneo contra un arbusto y perdió el conocimiento. Cuando despertó se encontró en la peruana ciudad de Abancay, paseando por sus bucólicas plazas en compañía de doña Ursula Jauregiandía, quien le confesó que al observarlo en tan precario estado, quedó instantáneamente prendada de él, y como quiera que en aquel momento se disponía a emprender un largo viaje de placer, decidió llevarlo consigo. Visitaron cuatro continentes, gastaron millones de rublos y regresaron a su localidad natal, porque tenían intención de contraer nupcias. Los concurrentes, con grande alborozo, salieron del local comunicando la nueva a voz en grito.

 

* * *

 

        Amaneció el día del desposorio. El villorrio apareció profusamente engalanado en sus calles y plazuelas. Las autoridades habían decretado jornada festiva, incluso se contrataron bandas musicales finlandesas que, a toque de diana, invitaban a los vecinos a asistir al magno acontecimiento y posterior ágape.

        A las doce en punto del mediodía, la pareja de contrayentes penetró en el abarrotadísimo templo. En el altar aguardaba el obispo, a su izquierda, el Orfeón, que, de irregular manera, con altisonante vociferio, coreó una sacra balada. La ceremonia prosiguió con normalidad, tan solo durante el beso, una vez atorados los anillos, el jerarca hubo de reprender a doña Ursula su pasión libidinosa.

        Finalizó el sacramento.

        Cuando la pareja caminaba bajo el cimborrio hacia la puerta, a los sones de la marcha nupcial, del púlpito surgieron don Poncio, Honorio, Críspulo Balmoral y doña Leguncia, que, con los ojos inyectados en sangre y apuntando a Sisebuto Artaburúa "Hurontxu" con sus fusiles "Kalashnikov", detonaron los cargadores sobre él. Acribillado caía éste difunto al pavimento, al tiempo que, pasados los primeros segundos de sorpresa, obispo, feligreses y doña Ursula Jauregiandía prorrumpían en calurosa, prolongada ovación.

 



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