El bote de betún
F.E.
Cuando era pequeño, el maestro de trabajos manuales nos encargó en cierta ocasión vaciar una figura de escayola y pintarla a nuestro gusto. Yo elegí un molde del tamaño aproximado de la palma de mi mano que representaba el perfil de un campesino. Vertí el yeso, lo dejé secar, lo extraje del molde y me puse a pintarlo. Mis nociones de pintura no llegaban siquiera a las más elementales, pero mi entusiasmo no tenía límites. Partí del supuesto de que el objeto de toda pintura es imitar el modelo real y dar aspecto de realidad a lo que no es sino copia y representación. Con esa idea en la cabeza y torpe mano pinté el rostro de anaranjado, los labios de rojo, las pestañas y el cabello de negro y el atisbo de traje que se le veía de marrón. El proceso fue laborioso y el resultado final desesperanzador. Cada parte del busto tenía el color que le correspondía, de eso no me cabía la menor duda, y sin embargo el conjunto tenía más el aspecto de un cromo que de una representación fidedigna de un perfil humano. Pasé mucho tiempo preguntándome cómo era posible que toda mi laboriosidad y todo el suntuoso edificio de mi teoría pudieran abocar a tan pobre resultado. Llegó el día de presentar nuestros trabajos al maestro. Cada alumno llevó su obra particular. Había de todo, desde lo puramente ridículo hasta lo razonablemente decoroso. Y había también, nunca lo olvidaré, una figura exactamente igual a la mía (su autor y yo habíamos comprado dos copias del mismo molde), es decir, el perfil de un campesino, que había sido pintado enteramente con betún marrón, para escarnio de todas las reglas de verosimilitud con que yo había intentado justificar mi engendro. Los ojos se me salían de las órbitas. No podía creerlo: yo había dejado la piel tratando de pintar mi figura con arreglo a la razonable idea de verosimilitud, y el resultado era una chapuza, una figura del montón, un cromo, mientras que mi compañero, sin otro cuidado que el de esparcir betún sobre toda la superficie de la figura, había conseguido una obra que era a la vez fascinante y, en el más estricto sentido de la palabra, bella.
Ese día aprendí algo nuevo acerca del proceso de creación artístico. Aprendí que la idea de imitación es insuficiente; aprendí que el mérito de la obra de arte, sea ésta una talla, un cuadro, una sonata o un poema, no reside en su parecido con el modelo que la inspira, o con el universo factual en el que se inscribe, sino en su capacidad de revelar y descubrir un orden nuevo, un universo diferente en el que, por ejemplo, los rostros humanos puedan concebirse con toda naturalidad como superficies marrones. Descubrí, en suma, aunque es solamente ahora que formulo ese descubrimiento de manera consciente y articulada, que lo que confiere poder a una obra de arte y constituye su justificación es su capacidad de revelar posibilidades ocultas, destruir las rutinas de nuestra percepción, y, finalmente, fascinar. Y aprendí también que cualquier material puede ser utilizado con ese propósito de iluminación incluso un humilde bote de betún.
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