L I T E R A T U R   A L D I Z K A R I E N
G O R D A I L U A

 

 
 

                   - Orrialde nagusira itzuli
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                   - Ale honen aurkibidea

                   - Ale honi buruzkoak (azalaren irudia eta fitxa)

Aurreko artikulua— Garziarena Berria-3 (1998-otsaila) —Hurrengo artikulua




 

 

Introducción a la problemática actual de la gula

 

Ramón Garmendia

 

El comedor de verano del restaurante era en realidad una plazoleta en la que las mesas, a la sombra de varios sauces, parecían descansar plácidamente. Desde la costa, distante del lugar en unos cuarenta kilómetros, llegaba la brisa justa: hábil para mover ligeramente las hojas de los árboles, pero incapaz de voltear un mantel o una servilleta.

        La dueña del restaurante, una cincuentona de aspecto saludable, echó una ojeada a la plazoleta y luego levantó los ojos hacia el termómetro. El mercurio se había detenido en los veintitrés grados.

        —Un día excelente —pensó la dueña cogiendo el cuaderno y lápiz y dirigiéndose hacia el grupo que ocupaba la mesa del fondo de la plazoleta. Eran seis personas, tres parejas de unos treinta años de media, y parecían encantadas de haberse hecho con aquella mesa, la más fresca de todas.

        —Vamos a ver —dijo la dueña después de los saludos—. Como primer plato tienen paté casero, muy rico, brick de cigalitas y setas, también muy rico, hojaldre de espárragos trigueros, carpaccio de salmón, pudding de cabrarroca, ensalada de bacalao sobre mahonesa de gazpacho, rollitos de berza rellenos de morcilla sobre crema de alubias, pasta fresca con vieiras y vinagreta de pimientos rojos...

        La dueña del restaurante apoyó la punta del lápiz en la hoja del cuaderno mientras las otras hojas, las de los árboles, hacían frufrú, o chup-chup, o ñam-ñam. Con la vista fija en los hilillos del mármol de la mesa, los tres hombres y las tres mujeres parecían reflexionar.

        —¿Podría ponerme una ensaladita de lechuga y cebolla? —dijo al fin uno de los hombres.

        —¡Qué buena idea! —exclamó su compañero de la derecha. Los demás parecían aliviados y sonreían con aprobación.

        —Naturalmente —dijo la dueña del restaurante correspondiendo a la sonrisa de sus clientes. Era verano, era normal que la gente optara por un primer plato ligero. —De acuerdo, cuatro ensaladas lechuga y dos de tomate —terminó la dueña confirmando lo que el grupo le indicaba de gesto y palabra. Luego, tras un momento de silencio, hizo memoria y volvió a recitar:

        —De segundo tienen pimientos de piquillo rellenos de pescado, lomos de merluza a la vasca, merluza en costra sobre salsa de chipirones, papillote de salmón sobre salsa de queso Idiazabal, chipirones en su tinta, lomos de bacalao fresco en brumoise de verduras y hortalizas, bacalao al pil-pil, bonito con chipirones sobre piperrada, entrecote a la pimienta verde, rabo de buey estofado, magret de pato con salsa agridulce...

        Los tres hombres y las tres mujeres se movieron inquietos en sus sillas, y la dueña suspiró con fuerza, como quien quiere expulsar todos sus nervios por la boca. Al poco, una palabra siniestra cayó sobre la mesa: Colesterol. La dueña volvió a suspirar y cerró los ojos. Pero, desgraciadamente, no podía hacer lo mismo con los oídos. Sus oídos seguían abiertos, y oían: colesterol, colesterol, ácido úrico. Acido úrico, tensión arterial, obesidad, infarto. Obesidad, gordura, tripa. Obesidad.

        —Ni es saludable ni es estético —dijo el pionero, el hombre que había arrastrado a los demás hacia la ensalada de lechuga.

        —¿Han elegido ya? —dijo la dueña del restaurante muy seria. De pronto, sentía calor. Las hojas de lo árboles habían dejado de susurrar.

        Eligieron tres filetes a la plancha y tres lenguados igualmente a la plancha y sin mucha sal. La dueña lo apuntó todo y caminó lentamente hacia la cocina. ¿Por qué no soplaba la brisa? ¿Por qué no cantaban los pájaros?

        —¿Qué panorama tenemos hoy? —le preguntó el cocinero, un hombre alto y con bigote. La dueña del restaurante arrancó la hoja del cuaderno y se la mostró sin decir palabra.

        —¡Qué tiempos tan miserables! —suspiró el cocinero estrujando el papel entre sus manazas.

        —Así es —corroboró la dueña con suavidad, de manera casi inaudible.

 



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