L I T E R A T U R   A L D I Z K A R I E N
G O R D A I L U A

 

 
 

                   - Orrialde nagusira itzuli
                   - Gernika aldizkaria
                   - Ale honen aurkibidea

                   - Ale honi buruzkoak (azalaren irudia eta fitxa)

Aurreko artikulua— Gernika. 19. zkia (1952-apirila/ekaina) —Hurrengo artikulua




 

 

El roble de Gernika

Y los árboles en la historia y la leyenda

 

Isidoro de Fagoaga

 

                                A mi venerable amigo Mr. Henri Gavel,

                                veterano y maestro de los estudios vascos,

                                con admirativo afecto.

                                                                                  I. de F.

 

        Ritos y mitos y leyendas

El culto de los árboles —junto al del sol y la serpiente— fué el primero, según Plinio, al que se consagró el hombre en la que pudiéramos llamar la infancia de la humanidad. Los primitivos vislumbraban en el árbol algo así como la imagen corpórea de un poder sobrenatural que emergía de las entrañas telúricas y, en su pueril ingenuidad, creían que la Mente Infinita se manifestaba así. Este culto, con sus correspondientes transposiciones, pervive todavía en muchos aspectos de nuestra civilicazión.

        Las religiones rodearon al árbol de la más alta veneración y prohibían al hombre el destruirlo, so pena de incurrir en la ira de los dioses. En Las Metamorfosis, Ovidio describe con indelebles rasgos la agonía del roble milenario que derribó el hacha del impío Erischsithon.

        Según el Pentateuco, nuestros primeros padres fueron colocados por el Hacedor en un jardín boscoso cuya descripción, por su hermosura, "es tarea imposible, pues supera toda humana imaginación". Y fué en aquel maravilloso Edén, cabe el árbol de la ciencia del bien y del mal, donde se formó la primera triple alianza —Eva, la serpiente y la manzana— que, al conseguir que Adán mordiera del fruto prohibido, nos privó para siempre, a él y a nosotros, de las inefables delicias del Paraíso.

        Las Sagradas Escrituras, con su admirable dominio del lenguaje, cantan la flora —en aquellos tiempos ubérrima— de las selvas euroasiáticas. Las arboledas del Líbano inspíran a los poetas y profetas de Israel las más encendidas descripciones. Oíd al salmista:

 

                Es justo florecerá como la palmera,

                crecerá como el cedro del Líbano...

 

        Hoy todavía los nativos libaneses enseñan al viajero un gurpo de trece cedros, que según la tradición, naciera cuando Jesús visitó aquellos lugares. En el sitio donde él y sus discípulos clavaron sus báculos, crecieron, como hitos gigantes de perenne recordación, los trece cedros venerables.

        En la mitología gruiega cada dios tenía su árbol predilecto: el roble estaba consagrado a Júpiter, el laurel a Apolo, el olivo a Minerva, el mirto a Venus Afrodita, el pino a Cibeles, el álamo a Hércules, y así sucesivamente. Mas el que entre todos alcanzó mayor nombradría fué el roble, símbolo de la fuerza y de la libertad y, según Hozier, el rey incontestable de los bosques.

        Igualmente nuestros antiguos vascones reverenciaban el roble como elemento propiciatorio y nutricio por excelencia. "Hoy las mujeres cántabras —dice Chaho en su poema Aitor por boca del bardo Lara— amasan laharina con bellotas, añadiéndole miel y mantequilla... Así es como el roble (aritza) recibió entre los árboles un nombre que significa árbol de vida, árbol nutricio".

        Los primeros oráculos del mundo fueron dados en Epiro por un roble y una sacerdotisa llamada Dodona, nombre que en griego significa paloma. Luego, alrededor de este apelativo, se forjó la leyenda, tan poéticamente enraizada en la conciencia del antiguo pueblo helénico, de que las palomas y los robles procedían los más autorizados oráculos.

        Vesta, vulgarmente conocida con el nombre de Cibeles, diosa del fuego y de la fecundidad, era la más importante protectora del roble, y las bellotas fueron —al igual que para los antiguos vascones— el primer alimento del pueblo griego. En la Acrópolis de Atenas existía un árbol "sacrosanto" de cuyos ramos se servían los ciudadanos para tejer las coronas que simbolizaban ora la paz, la bendición o la clemencia. Ante su tronco umbroso las madres depositaban las cunas de los recién nacidos, ofreciéndoles a los dioses tutelares. En el Senado romano, sobre la colina capitolina y cerca del templo de Júpíter, crecía un roble a cuyos pies los ciudadanos disponían las primicias de sus cosechas.

        En inglaterra y en la antigua Germania, antes de inciarse allí la Era cristiana, se celebraban, alrededor de los árboles sagrados, ceremonis religiosas presididas por los sacerdotes que, al igual que los druidas célticos, saludaban con ritos panteístas el retorno de la lunación.

        Los pueblos creían firmemente en la existencia de toda una constelación de divinidades forestales que pudiéramos llamar menores, hasta tal punto que cuando necesitaban talar un árbol, consultaban previamente al sacerdote de la selva para cerciorarse de sí las Dryadas habían abandonado la morada del árbol condenado. Dryadas y Hamadryadas —del vocablo "drus" que significa roble— dispensaban protección a quienes las invocaban y, especialmente, a los niños abandonados a los que, al igual que hogaño se los deposita en los atrios de las iglesias, era constumbre suspenderlos de las ramas de los árboles...

        Los celtas encendían grandes hogueras en el solsticio del verano y a continuación, con el concurso del pueblo, celebraban ceremonias a veces sangrientas. Jefes y grey se dirigían, la noche del plenilunio al bosque próximo y allí, el druida o la sacerdotisa, acercándose al roble designado, cortaba el muérdado con una segur de oro. (Esta ceremonia, evocada por el poeta Romani, se halla felizmente representada en el primer acto de la ópera Norma de Bellini. Asimismo, el escritor Navarro Villoslada, a falta quizá de elementos históricos propios, transporta a su bella obra Amayak la parte referente al rito del plenilunio. En cuanto al mito del muérdago tiene su correspondencia en nuestro pasado tradicional. Nuestros antiguos padres de la patria buscaban, aun fuera de Gernika, un roble "juradero" para celebrar sus asambleas. Así en Ursuaga, sito en el robledal de Enekosaustegui, los representantes designaban para sus deliberaciones "el roble que se hallaré más cargado de muérdago". Este particular, como tantos otros análogos, nos demuestra, conforme lo señaló tiempo ha don José Miguel de Barandiaran, que, cuanto más se avanza en los estudios etnológicos y folklóricos, más se comprueba la similitud, cuando no la comunidad, de ritos, creencias y leyendas, sea a través del tiempo como del espacio).

        Dos veces al año, según el mito griego, Demetrio subía del Averno a la Tierra: una para presidir la fecundación, otra para presenciar la recolección del fruto maduro. Las famosas Mayas no son, en el fondo, más que una reminiscencia de aquellas epifanías mitológicas. Lo son también, entre nosotros los vascos, los ritos cíclicos del árbol de San Juan (solsticio del verano) y, a juicio de Thalamás Labandibar, los del Eugerri (solsticio del invierno).

        Durante la Edad Media el retorno de la primavera era festejado con ruidosa alegría; mozos y mozas se congregaban alrededor de un frondoso roble y la algazara, con ribetes de paganía, se prolongaba hasta bien avanzada la noche. En algunos condados de Inglaterra subsisten todavía reminiscencias de estos ritos medievales. El 29 de mayo, fecha del Oakappleday (día de la bellota de roble), todos los habitantes llevan sobre el pecho o en la mano un gajo de roble que conserva su fruto. Los observadores declaran que la fiesta, apatte su bello simbolismo, alcanza, por lo general, resultados altamente prolíficos, pues dentro de los nueve meses siguientes aumentan sensiblemente los matrimonios o, al menos... sus frutos.

        En Bretaña —dice Reclús— cuando un hombre estaba en peligro de muerte y no había cerca ningún sacerdote, se confesaba a un árbol. Las ramas le oían y transmitían al cielo la última oración del moribundo. En la India, tan llena de misterios, y en la paradisíaca isla de Ceylan se venera un árbol llamado El Bo que se cree fué llevado a la isla por el mismísimo Buda. Allí, desde hace milenios se le rinde el mismo homenaje que se tributa a un Dios. Acaso no sea el actual ejemplar el mismo de que habla la tradición, pero su aspecto es de perenne juventud y ante él se prosternan los peregrinos que, de las más lejanas comarcas, acuden en demanda de felicidad. Darwin, el gran naturalista, vió en la Patagonia un árbol que crecoia sobre una altura que dominaba una cosiderable extensión de la Pampa desolada y triste. Al columbrado desde la lejanía, los indios prorrumpían en gritos y exclamaciones de contento. En el México virreinal existía un añejo ciprés del cual colgaban innumerables exvotos, ofrenda de los fieles al árbol en señal de un beneficio obtenido por su mediación. En Venezuela puede verse todavìa el Samán de Güere que cobijó el sueño del Libertador Simón Bolívar. Este gigantesco árbol tropical que se halla a la vera del camino que conduce de Turnero a Maracay, evoca la memoria de acontecimientos imborrables en la historia nacional. Humboldt, acompañado de Bompland, acampó a la sombra de su soberbia enramada —asegura Nin Frías en su interesante libro El culto del árbol—; el sabio viajero alemán calculaba que el Samán tendría a principios del siglo XIX, más de mil años. Cuando Alonso Niño y Cristóbal Guerra descubrieron, en 1500, las fértiles tierras del valle de Aragua, observaron que los aborígenes rendían al árbol un culto ferviente, culto que se ha extendido a toda la nación, pues el Samán ha pasado a formar parte de la heráldica venezolana. Los negros del Congo adoran un árbol denominado mirroen; cada vivienda, por mísera que sea, tiene un mirroen que protege a sus moradores "haciendo las veces de ángel tutelar".

        "En el tronco de un roble vive siempre un Dios". afirmaban los antiguos galos. Otro tanto aseguraban los habitantes de la Lorena después que comprobaron "la veracidad de las voces misteriosas que la doncella Juana de Arco oía en el bosque de Donrémy, cercano a su casa natal..."

        Estos ritos, creencias o supersticiones pueden parecernos hoy infantiles o triviales, mas no cabe duda que encierran, por su experiencia aleccionadora, un profundo sentido moral. Denuncian, en primer lugar, la pequeñez y cobardia del hombre frente a esa naturaleza de la que, no obstante, se ha proclamado rey... Y acaso menos que muchos debiéramos sonreír nosotros, los vascos, de ese tejer y destejer quimeras a que incansablemente, cual nueva Penélope, se abandona la mente y el corazón de los pueblos. ¿Estamos, a nuestra vez, seguros que nuestros ritos y creencias —políticos, religiosos o sociales— no han provocado la sonrisa de más de un observador? ¿No fué un periódico —y de los más autorizados en su época, El Imparcial de Madrid— que después de descubrirnos allá por el año de 1875, cuando más arreciaba la campaña antiforal, nos describía como "un pueblo raro y grotesco que hablaba gringo, comía maíz, bebía manzanas y adoraba a un árbol"?

        Una ves más seamos tolerante y comprensivos, y tengamos por los demás —"por los absurdos errores de los demás"— el mismo respeto que exigimos "por nuestras infalibles verdades..."

 

        Los poetas y el árbol

        ¿Qué poeta no ha cantado las infinitas voces del bosque? Goethe escribía que cada ser humano, para alcanzar la madurez cívica, debía primero plantar con sus manos un árbol y constituirse en su cuidador. Walt Whitman, el Homero norteamericano, pasó, al igual que Thoreau, buena parte de su existencia errante en las inmensas selvas de su país. Dante, en el primer terceto de su Divina Comedia, pinta con un brochazo maestro la selva oscura que encuentra en la mitad del camino de su vida. Otro épico de la literatura, el bermeano Ercilla, describe con alientos de poeta y de soldado, las inmensas florestas vírgenes de la heroica Araucania. Keats, con un lenguaje lleno de imágenes audaces, narra las peripecias del titán Hyperion y compara a los árboles con "senadores ataviados de verde, habitantes de extensas umbrías, robles altísimos que embriagados por las estrellas se abandonan a perenne ensoñación".

        Los bosques encantados, las selvas misteriosas ejercen también sobre la fantasía de los cuentistas un atractivo singular: Perrault, Andersen, los hermanos Grimm, el canónigo Schmith y el propio Shakespeare, con su feérico Sueño de una noche de verano, ha removido en la imaginación de niños y adultos todas las maravillas de un mundo de ensueños.

        ¿Y los músicos? ¿Qué compositor no se ha sentido atraído por los mil rumores, suaves o procelosos, de un bosque mecido por la brisa o azotado por el vendaval? "Un árbol —decía el divino Beethoven—, un árbol me es más caro que un hombre. ¡Dios mío, cuán feliz soy en los bosques donde cada árbol es una voz tuya!" Y con entusiasmo cada vez más enternecido concluía: "¡Cuánto esplendor, Dios mío! ¡Aquí está la paz que necesito para servirte, aquí en estas selvas y en estas colinas, cerca de tí!..." Ricardo Wagner, "el salvaje domado", recoge, sino la mística, sí la técnica de su profeta, y con unción panteísta, compone esa página inmortal que titula el murmullo de la selva... Desde entonces las descripciones e imitaciones, más o menos onomatopéyicas, de la naturaleza y de los robledales han menudeado más que las bellotas...

        Pero los árboles no se han limitdo a inspirar música: la hacen. En las Indias Orientales hay un árbol silvestre que tiene una hoja formada de tal suerte que al pasar el aire por sus aberturas produce un sonido triste y agorero que recuerda el de las sirenas de los buques. En las islas Barbados crece abundantemente otra planta que, cuando soplan los vientos alíseos, produce una música plañidera que infunde terror a los que la oyen por primera vez. A esta familia de las plantas musicales pertenece también otro árbol oriundo del Sudán. Sus hojas —retorcidas por una larva que la hincha cual si fueran vejigas— forman una especie de lengüeta que vibran al pasar el aire y producen un grato sonido.

        Como acontece con la vista, que es incapaz de ver lo infinitamente pequeño, de igual suerte existen mil rumores que no son audibles para el común de los mortales. Nin Frías asevera que un famoso naturalista ciego, Grisham Wilkinson, distingue la naturaleza de cada árbol por los ruidos característicos que producen, sobre todo cuando la lluvia azota sus hojas. Sobre este punto el citado autor reproduce las propias palabras del ciego: "El roble es el árbol más ruidoso de todos durante una tempestad, porque recoje los ecos de sus hojas, ramas y tronco. Las gotas de agua, al chocar con él, producen una clase de redoble igual al del tambor. En un bosque de robles el piar y el gorgeo de los pájaros se percibe con mayor intensidad y nitidez que, por ejemplo, en uno de eucaliptos o de castaños".

        Si los árboles, en su infinitva variedad, poseen los atributos y propiedades que sucintamente hemos enumerado y han suministrado al hombre, a través de una existencia multimilenaria, tantos motivos de arte, de cosolación y de vida, nos queda por decir, como corolario de esta glosa, algo que a muchas gentes podrá parecer una supina incongruencia: y es que las plantas —flores, arbustos o árboles— sienten y ven...

        El profesor Gottlieb Haberlundt, del Instituto Botánico de Graz, Styria, descubrió no hace mucho que ciertas plantas tienen ojos. Y no dos, como la generalidad de las especie animales, sino muchísimos. Este descubrimiento ha sido comprobado por el doctor Nutull, de Londres, y por el célebre naturalista Harold Wagner: "El órgano visual —dice este investigador— es múltiple. Tiene su asiento en las células epidérmicas de las hojas, las cuales fotografiadas por un aparato especial adosado a un potente microscopio, parecen como lentes convergentes, a través de las cuales se destaca con una limpieza asombrosa la imagen de los objetos exteriores".

        Otro naturalista, el profesor Bosse, de las Indias Inglesas dice —en una revista norteamericana— que sus experimentos le permiten demostrar al mundo científico que existe una semejanza entre las reacciones producidas por acciones diversas en las plantas y en los animales. En esta demostración práctica, hábilmente conducida por medio de ingeniosos instrumentos de precisión, se ha visto claramente que las plantas no sólo están dotadas de sensibilidad, sino que algunas de ellas la poseen en grado tal, que se aproximan a las formas inferiores de la vida animal. Las plantas sufren y mueren por el efecto de los mismos venenos que los animales; y sienten el dolor como nosotros lo sentimos, se asustan con los rumores de la tempestad y son afectadas por todos los acontecimientos que obras sobre la sensibilidad humana. Esta teoría, auque carezca hasta hoy de una total demostración, no es, sin embargo, una novedad —agrega la revista citada— en el dominio de las ciencias biológicas. Los antiguos creían en el alma de los árboles; consideraban a las flores como cosas divinas y los contemporáneos de Octavio y de Ovidio, con intuición maravillosa, lo afirmaban también.

        Todo lo que antecede lo compendía admirablemente el exquisito Amado Nervo en su primoroso cuento que lleva por título Guillotinadas:"El hombre es un animal de analogías —comenta el poeta como síntesis de su narración—. "Aquello que difiere de él carece, en su concepto, de las propiedades de la vida consciente. Como la flor o el árbol no poseen ojos iguales a los nuestros, ni comen como nosotros (salvo excepciones) cadáveres de animales, ni son académicos de número, ni pronuncian discursos, ni tienen vanidad, ni han inventado, que sepamos, ninguna religión, fuera de esa divina religión del silencio y del éxtasis, no podemos creer que piensen".

        Esto y mucho más dicen algunos sabios y poetas. Absurdo, ¿verdad? Imaginamos, y agradecemos, el gesto compasivo que ante la lectura de estas candideces, nos consagrarán muchos meolludos Messieurs Homais...

 

        Longevidad de los árboles

        La gran ancianidad a que llegan los árboles les reviste de un prestigio extrtaordinario. Considerablemente más longevos que el hombre, sobreviven también los animales de más provecta edad como son la tortuga, el loro y el elefante. Debido probablemente a esta casi perennidad, el hombre los ha escogido, entre los demás objetos de la creación, como símbolos que perpetúen sus efemérides y acontecimientos importantes. ¡Qué postura adoptar sino la de hinojos —exclama Nin Frías— ante el licopodio que se conserva como reliquia sagrada en el Museo del Estado de Nueva York y se calcula tenga cumplida la friolera de un millón de años...!

        Todos convienen en considerar como el Néstor de los árboles al Ciprés de Chapultepec, en México, cuya edad no baja de seis mil años. Mide 40 metros de circunferencia y ha sobrevidido de poco a la ceiba de la Noche triste, bajo la cual, después de su derrota, lloró Hernán Cortes. En 1882 fué derribado en San Francisco de California otro árbol que contaba 4.840 años. El interior de su tronco, ya vacio, servía de templo y daba abrigo a 200 personas. Humboldt afirma que el ciprés Dracoena Droes, situado en Orotava. Tenerife, "es uno de los habitantes más viejos del planeta, pues vió la luz en la época remota fijada por la Biblia de la creación del mundo, es decir 3.318 años antes de la Era Cristiana". El botánico Adamson, que visitó la región de Senegambia en 1749, afirma que descubrió un boabad que tenía de cinco a seis mil años de edad, "siendo, por lo tanto, de cerca de dos mil años anterior a Moisés".

        Existen, dentro de la familia arbóres, enanos y gigantes: por un lado los arbolillos; por otro, lo árboles mamut de California, que son, sin duda, los más gigantescos del mundo, pues en las cuestas rocosas de Sierra Nevada existen ejemplares que alcanzan los 120 metros de altura. El roble de Baublin, en Lituania, que fué objeto de adoraciòn antes de la introducción del Cristianismo, tiene hueco su tronco que se halla convertido en la actualidad en museo de antigüedades.

        La prodigalidad de algunos árboles es asombrosa; un roble de regular tamaño puede dejar tendidas en el suelo hasta un millón de bellotas, de las cuales acaso una solamente sea fecunda. El llamado árbol de pan, que se da en los Archipiélagos de Oceanóa. contiene un fruto del volumen de una cabeza de hombre; los naturales del país lo cortan en tajadas, lo asan y lo comen en sustitución del pan de trigo. El Brósimo, árbol de Venezuela, contiene un jugo lácteo tan alimenticio como la leche de proveniencia animal. Por este motivo se le da el sobrenombre de árbol-vaca.

 

        Arboles históricos y legendarios

        En todas las mitologías —sean éstas indostánicas, greco-latinas o escandinavas— encontramos un Arbol del Mundo o de la Vida que es, como su propio nombre lo explica, uno de los elementos del principio vital. Dejando de lado el árbol de la ciencia del bien y del mal, del que hicimos mención al princiopio, encontramos en el Edda escandinavo el Igdrásil —tan precisamente descrito por Ernesto de la Guardia— fresno que sirve de trono a Odín y que inspira parte de los cantos de las Normas en la Tetralogía wagneriana.

        Mas dejando de lado los mitos y sus conexiones infinitas con el árbol —estudio que ocuparía la vida entera de un hombre— y reduciéndonos a la enumeración de algunos árboles, nada más, cuyo prestigio ha sancionado la posteridad, citaremos los olivos de Getsemaní donde Jesús se dejó atar las manos y el árbol de la Virgen en los arenales egipcios de Matariyé; los árboles del Consejo que se levantan junto a las pagodas en la India y bajo los cuales, al igual que en Gernika, se reúnen los ancianos sabidores indúes a deliberar, antes o después de la ceremonia religiosa; el árbol de Buda, "fecundante por excelencia" y el laurel de Virgilio, plantado por el Petrarca en la tumba del poeta mantuano; la palmera de Abderramán I, la primera que, según la leyenda, se plantó en España; el haya de Vincennes, al pie del cual el rey santo daba audiencia a sus súbditos; el laurel de Zubia, cerca de Granada, entre cuyas ramas, perseguida por los moros, se guareció Isabel La Católica; el árbol Malato y el de Atapuerca que señalaban los límites de Euskalerria por el sur; el roble del rey Esteban, en la provincia de Southampton, que curaba a cuantos niños enfermos se encerraban en su tronco hueco; la ceiba de Colón, en Santo Domingo, a la que amarraron las tres carabelas del "descubrimiento"; el castaño del Etna, cuya circunferencia de 53 metros permitió que se refugiaran en su interior la reina Juana y cien personas de su séquito; las moreras de Shakespeare y de Mílton; el haya de Trons, en Suiza, bajo cuya sombre juraron los confederados luchar por la independencia de su patría; el mazano de Newton, que le inspiró la teoría de la gravedad; el haya de Pope, el nogal de Rousseau, el sauce de Santa Elena y el otro sauce de Musset, en la necrópolis del Pére Lachaise, cuyo retoño fué llevado desde las riberas del Plata por otro poeta, el argentino Ascasubi, cumpliendo así el deseo con tanta vehemencia expresado por el gran romántico:"...Quand je mourrai, plantez un saule au cimitiére...":; el "alamo de la paz", tan inactual en su actualidad, plantado en Tena en 1816 para celebrar la ruina de Napoleón y que —¡arcanos del destino!— un rayo redujo a cenizas el mismo día en que Austria desencadenada la primera guerra mundial. Y por último —los últimos serán los primeros— el Roble de Gernika, el más alto símbolo de derecho y dignidad humanas, ya que a su gloriosa tradición de libertad ha venido a sumarse, en estos últimos tiempos, la palma no menos gloriosa del martirio.

 

        La Orden del Roble

        Fué creada por García Jiménez, primer rey de Navarra. Su origen parece una página arrancada de la Leyenda áurea. Reza así: en 722, durante una batalla librada contra los sarracenos, las fuerzas navarras, sorprendidas y dominadas por los atacantes batíanse en retirada, cuando el rey, que comandaba sus huestes, creyó divisar en la copa de un roble una cruz luminosa a la que adoraban varios ángeles genuflexos. Enardecido por la aparición, que interpretó como un favor del cielo, García Jimémez arengó sus tropas las que, volviéndose contra el enemigo, lo derrotaron persiguiéndolo hasta más allá de los límites del reino.

        En memoria del hecho, que fué considerado como milagroso, el rey instituyó la Orden del Roble. Cosistía ésta en una codecoración en la que figuraba —conforme a la visión— un roble verde coronado por una cruz roja de portarse sobre una túnica o fondo blanco. (En una palabra, la combinación tricolor que hoy representa el emblema de la patria).

        La Orden desapareció y de ella no queda otro vestigio que esta anodina descripción que acabo de hacer. Es bastante para salvarla del olvido. Hagamos, por lo mismo, votos —¡hermanos navarros!— porque esta noble tradición, entre otras mil, pueda ser restaurada cuando el destino quiera que retornemos al amado solar de nuestros mayores.

 

Buenos Aires, febrero de 1952.

 



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