L I T E R A T U R   A L D I Z K A R I E N
G O R D A I L U A

 

 
 

                   - Orrialde nagusira itzuli
                   - Porrot aldizkaria
                   - Ale honen aurkibidea

                   - Ale honi buruzkoak (azalaren irudia eta fitxa)

Aurreko artikulua— Porrot-1 / Suizidioa (1984-azaroa) —Hurrengo artikulua




 

 

Exemplar Humanae Mortis *

 

Gabriel Albiac

 

        Abandonado sobre la mesa —fácil es imaginarlo (1)— yace el manuscrito. Ha sido, tal vez, el objeto último que se ha ofrecido a la vista de Uriel da Costa. Había nacido cristiano nuevo en Oporto en las postrimerías del siglo XVI. La tortura perenne de una religión del sufrimiento resignado le era insostenible. Huyó. «Retornó» a la Ley Antigua y fue, en ella, dos veces anatemizado. Dos veces se reconcilió. Fue perseguido por los suyos y, por ellos, públicamente humillado. Al final, no creía ya en nada. Su vida se había vuelto insoportable. Quiso dejar testimonio escrito de ello. Luego, se pegó un tiro.

        Abandonado, pues, sobre la mesa, yace, digo, el manuscrito. Nada nos permite fantasearlo abierto en su última página. «... Ne hoc etiam desit, nomem meum, quod habui in Portugallio Christianus. Gabriel o Costa, inter Judaos, quos utinom nunquam accessisem faucis mutotis. Uriel sum» (2). Los ecos del disparo —y no es preciso ya recurso o fantasía alguna— han conmovido los cimientos mismos de la apacible comunidad comerciante de la Jodenbreestrant. Al acabar con su vida, el antiguo hidalgo portugués, atormentado por las dudas religiosas y acosado por el drama irresoluble del excluido perpétuo, de aquel que nunca fuera en el decurso de la vida otra cosa que exiliado, da fin a la escritura de la postrera línea de su libro, de su vida, de su imposible guerra también contra el orden marmóreo de las cosas. Cela se fit a Amsterdam —escribirá Pierre Bayle (3), iniciando una tradición, casi ya tricentenaria, de simultáneos fascinación y horror, que domina la hagiografía ureliana; «mais on ne sait pas ou vrai en quelle année (4). Voilá un exemple, qui favorise ceux qui condonnent la liberté de philosopher sur les matieres de la Religión; car ils s'aevient beaucoup sur ce que cette méthode conduit peu-á-peu a l'Atheisme, ou au Deisme».

        Conmovedor como pocos textos alcanzan a serlo en el apasionado siglo del genio, este Exemplar Humanae Vitae, autobiografía del doblemente renegado Uriel da Costa, ha inquietado primero a sus lectores cristianos (entre cuyos círculos arminianos ha rodado, inicialmente en forma de manuscrito, y sólo 47 años más tarde impreso). Inexistente —más que prohibido— es para el pueblo judío el texto de quien ha sido reo de un herem schamatha (pena de exterminio que, dos décadas más tarde, recaerá sobre el abominable Baruch de Espinosa); inexistente aun el nombre de su autor: no es, no ha sido nunca, Adonai, el innombrable, lo ha borrado, más allá de todo tiempo, de su libro (5). A uno de esos lectores arminianos, Philipp van Limborch —notable personaje, uno de cuyos méritos mayores tal vez haya sido, en vida, la fulminación inapelable de su correligionario, el veleidoso v Pintoresco Johannes Bredemburg, en el año 1686— debemos el haber salvado de la aniquilación, publicándolo —más de cuatro décadas después de haber sido redactado— un texto que pareció, por la acción conjugada de la voluntad de Yaveh, del destino y de la estupidez de aquellos hombres mismos a quienes iba ingenuamente dirigido, condenado a no dejar siquiera huella en el archivo cansado de la memoria (6).

        «Auctor —escribe Van Liinborch— ut ex fini scripti liquet fuit Gabriel, postea inter Judaos vocatus Uriel Acosta. Qua occasione illud scripserit, ipse satis indicat. Titulum illi praefixit quem praefixum vides. Exemplar Humanae Vitae. Paucis ante mortem suam diebus, et cum iam mori decreverat, scriptum hoc exarasse videtur. Eta enim vindicto gestuans primo fratrem (allii dicunt omitinum), a quo se maxime lasum credidit, deinde seipsum trajicere statuit: itaque in fratrem seu amitinum, edes suas eraeterentem, sclopetum vibravit, sed cum frustrato ictu non exeloderetur, se detectum videns, subito domus sua janua clausa alterum, eum in finem paratum, in se sclosetum explosit, ac seipsum miserandum in modum trajecit. In defuncti edibus scriptum hoc fruit repertum, cuius apographum proavunculo meo Simoni Episcopio ab eximio quodam huius civitatis viro communicatum, ego inter scedas ejus reperi» (7).

        En la libre Amsterdam de mediados del XVII, el caso ha producido estupor. Por lo extraño del hecho mismo qué expone la escritura de una autobiografía suicida (aunque a decir verdad, es más bien ese estupor cosa nuestra), pero, antes aun, por el problema de orden político-jurídico que planteaba: ¿Cómo una comunidad religiosa, teóricamente carente de poder ejecutivo, habia podido someter a un ciudadano libre a la serie sistemática de persecuciones, vejaciones, castigos, que, con lujo de detalles describe el texto de da Costa? La sospecha de la existencia de algo así como un Estado dentro del Estado se esboza, así, como el primer efecto del EHU sobre sus lectores cristianos holandeses de la segunda mitad de siglo. Y los ataques, más o menos camufladamente antisemitas, a que —por lo demás, con innegable lógica interna— dará lugar contra quienes a sí mismos se proclamaron Naquo de Israel en la ciudad de Amstel, explican, al menos en parte, la hosca ceguera de que aquella hiciera gala para con el testimonio de uno de sus más fascinantes hijos, negación pura y sinple de la realidad histórica de su casa. Explican, digo; no justifican.

        Hace de esto me digo, casi 350 años. Y viene a mi memoria, al escribirlo, el recuerdo de una conversación tenida hace apenas dos, en una de las salas contiguas a la Biblioteca Ets Haim de Amsterdam. En octubre de 1.982 el influyente anciano sefardita que me hablaba con bonachonería paternal de aquel Baruch de Espinosa a quien el clima enrarecido de su siglo hiciera tomar por el herético que nunca fuera, desgranaba —bajo la presidencia, extraña en un lugar religioso judío, de la imagen simbólica del ave Fénix— los lugares comunes de obligado uso sobre el pueblo marrano: que el marrano es testigo insobornable de la Unidad Divina, que no otro fuera el anhelo de aquel judío estricto que fuera, en el siglo XVII, el hijo del Parnós Michael de Espinosa, cuya tumba podía visitarse en el Beth Haim de Oudekerk. Que, solo, el joven Bento fue imprudente en el modo de decir las cosas ante un medio cristiano dispuesto a utilizar sus fórmulas osadas para reanudar la vieja tradición de razzias que yace siempre en el subconsciente cristiano —aunque sea holandés y anticatólico—, que por el bien de la Naquo fue excomulgado, él, el más excelente tal vez de entre sus hijos... Recuerdo haber introducido en la sonsa salmodia el nombre de Uriel da Costa. El rostro y el tono de mi interlocutor cambiaron de un modo brusco. Su hermosísimo castellano (era uno de los últimos, me había explicado, en conservarlo, en esa sociedad agonizante tras del exterminio nazi y la posterior emigración a Israel de los más jóvenes supervivientes) se tornó duro. «Es otra cosa», me dijo. «Uriel da Costa estaba loco». —«Pero, el Exemplar Humanae Vitae», traté apenas de objetar, «da una imagen tan terrible de la Comunidad en la primera mitad del XVII...». —«El Exemplar Humanae Vitae», sentenció secamente, «es un apócrifo, un invento de los enemigos de Israel». Siguió luego hablándome de las persecuciones, de una Comunidad que, entre 1940 y 1945, perdiera al 90 % de sus miembros, de la milagrosa salvación de los maravillosos fondos de la Biblioteca, secuestrados en 1940 por las tropas de ocupación e inesperadamente encontrados, casi intactos, en el 45 en cierta mansión de la Selva Negra, de la simbología del asombroso Fénix que nos contemplaba... Los dos sabíamos que la conversación había terminado en el momento mismo en que el nombre de Uriel fuera enunciado. No quise, por eso, recordarle como Samuel da Silva incluyera ya el símbolo este mismo del Fénix en el frontispicio de aquella su crudelísima palinodia anti-urieliana de 1.623 (8). Supongo que debí pensar que había formas mejores de perder la noche en Amsterdam. Abandoné Ets Haim esa bellísima Sinagoga Nueva que Uriel no llegará a conocer; atravesé Waterlooplein, rumbo a la inacabable noche amstelodada, mínimo simulacro imaginario de un paraíso, por fortuna, inexistente. Desde el fondo de la noche, a mis espaldas, seguían llegándome, aunque atenuados, los cantos del Yom Kippur.

        Comprendo el recelo de mi interlocutor. Y el de tantos investigadores empeñados en borrar todo rastro de autenticidad del Exemplar (9). No lo comparto. Cierto es el uso antisémita que del «caso da Costa» hicieran en su siglo no pocos autores cristianos (10). No menos que la extremada crueldad de que la Sinagoga hiciera gala para con su hijo descarriado. Y que una actuación tal comprometía la credibilidad judía en su tierra de asilo, es algo que no admite duda. El mismo Philipp van Limborch que, en el curso de una «amistosa discusión» (amica collatios) con el rabino Orobio de Castro, había de sacar a la luz el EHU, expresaba ya, en una carta de 1.662, el profundo recelo que, acerca del estatuto legal de la comunidad hebrea, le producía el asunto da Costa:

        «Me agrada considerablemente —escribe a Th. Graswuinkel— que tomes algunas precauciones, concediendo, ciertamente, la libertad a los judíos, pero encerrado dentro de ciertos límites, para evitar que se transforme en libertinaje. Me explico: hay que velar con la mayor prudencia sobre ello, y ante todo, por que mediante ese poder de excomulgar que les ha sido concedido, y que tiene un cierto aroma de jurisdicción ese pueblo carnal y terreno, que a nada aspira que no sea la dominación universal, puede muy fácilmente arrogarse al poder, instituir una forma de Gobierno no desprovista de similitud con la que conviene sólo al Magistrado supremo. iOjalá que la mirada previsora de aquellos a cuyo cargo está el cuidado de evitar todo daño al Estado, hubiera privado a los judíos de toda ocasión y facultad para conducirse de manera desordenada y usurpar al poder y la jurisdicción coactiva! Tenemos un ejemplo perfectamente horrible que muestra claramente la crueldad y la dominación judías en Amsterdam, sobre la persona de Gabriel da Costa. Había pasado éste de la ley mosáica la religión natural de Dios: por ello, lo anatemizaron; y luego, cuando empujado por una extrema indigencia, pidió ser reconciliado, dictando juicio como ante un tribunal, asestaron al hombre desnudo cuarenta azotes menos uno en su Sinagoga. Se trata, con toda evidencia, de una usurpación de esta jurisdicción suprema que corresponde sólo al Magistrado supremo, puesto que instituye un Estado dentro del Estado, es más, un Estado dotado de la capacidad coactiva, lo cual es directamente lesivo para la soberanía del Magistrado» (11).

        Menos administrativista, es, sin embargo, quizás más dura la inteligente argumentación de Pierre Bagle (12): el verdadero espanto de la actuación rabínica contra Uriel da Costa no descansa en una suplantación de las medidas ejecutivas propias de la autoridad civil. En última instancia, tal suplantación, de haber existido, habría sido minima —a fin de cuentas si el autor del Exemplar fue flagelado por sus correligionarios, lo fue sólo en la medida en que el mismo solicitara «voluntariamente» someterse a tal liturgía reconciliatoria. Disparatado sería poner en paralelo semejante actuación con la articulación precisa de las maquinarias administrativas y religiosa que define los modos de operar de aquellos países (católicos) en donde la Inquisición opera, como, con ruindad manifiesta, trataran de sugerir algunos malévolos comentaristas. El error de da Costa, analiza Bayle, habría residido, precisamente, en lo contrario: en, llevado de una ilusión juridicista manifiesta, caer en el espejismo de reducir la fuerza constructiva de una comunidad religiosa a su simple capacidad para disparar el mecanismo ejecutor del brazo secular. El espejismo de Uriel se hace, por lo demás, manifiesto al describir, en el EHU, las razones de su primer choque con las autoridades de la Sinagoga. «Comoquiera que —escribía allí— considerara ciertamente poco digno caer en tal temor (a la pena de separación de la Comunidad), yo, que por la libertad había renunciado al suelo natal y a tantos otros beneficios, y sucumbir ante hombres que no tenían jurisdicción en tal causa no era ni pío ni viril, decidí mejor soportarlo todo y persistir frente a la sentencia (13) Olvidaba —y eso le fue fatal— en la arrogancia casi adolescente de quien acaba de conquistar la libertad religiosa, el peso, mil veces más difuso y terrible de la presión moral, del aislamiento absoluto  también, en sus últimos años, de la miseria económica. Y, al final, fue él mismo quien suplicó la penitencia que no alcanzó a soportar. La soledad total, que dio a Espinosa (más fuerte espiritualmente, sin duda, pero también, no hay que olvidarlo, mejor situado: nacido ya en Holanda, integrado en su medio social no judío, dotado de la lengua del país, de una formación intelectual solidísima, bien relacionado...) los medios y la ocasión de elaborar una obra de contundencia inconmovible, acabó con Uriel da Costa, la destruyó, física y moralmente, hasta arrinconarlo contra esas cuerdas del suicidio y la locura que tan hermosamente describiera el autor de la Ethica (14).

        iUriel estaba loco! —No me resisto a citar, a través del mesurado Bayle, las condiciones de esta locura:

        «Gran diferencia hay sin duda, entre los tribunales que nuestro Acosta debía temer en su país y el tribunal de la Sinagoga de Amsterdam. Este no puede infligir sino penas canónicas, mientras que la Inquisición de los cristianos puede conllevar la muerte, puesto que entrega al brazo secular a aquellos a quienes condena. No me asombra pues, que Acosta haya sentido menos miedo hacia la Inquisición de los judíos que hacia la de Portugal: sabía que la Sinagoga no poseía tribunales que entrasen en procesos civiles ni criminales; y, por tanto, veía sus condenas como un brutum fulmen: no descubrís, como consecuencia de esta pena canónica, ni la muerte o cualquier otra tarea del verdugo, ni la prisión, ni las multas. Creyó, pues, que habiendo tenido el coraje necesario para no renegar de su religión en Portugal, con mayor razón había de tener la audacia de hablar conforme a su conciencia ante los judíos, aún cuando hubieren de excomulgarlo, ya que esto era todo cuanto podían hacer gentes carentes de Magistraturas... Pero le sucedió lo que acaecer suele a quienes juzgan acerca de males combinados. Se imaginan que en la unión de dos o tres desdichas es en lo que consiste el infortunio y que uno no sería demasiado digno de lástima si hubiera de vérselas con uno solo de esos males. Lo contrario experimentan cuando la providencia les hace pasar por una sola de esas dos o tres desgracias. Que la sienten mucho más ruda de lo que creyeran que lo sería. La Inquisición de Portugal pareció terrible al judío Acosta. ¿Por qué? Porque la veía unida al poder inmediato o mediato, de encarcelar, torturar, quemar a la gente. Si no la considerado más que en su capacidad de excomulgar, no le hubiera tenido mucho miedo. Ahí está la razón de su menosprecio hacia las amenazas de la Sinagoga de Amsterdam. Mas hubo de conocer por experiencia propia que la simple facultad de excomulgar es bien terrible, aún cuando esté completamente privado de las funciones del brazo secular. Era mirado como una lechuza, a partir de la excomunión. Ni siquiera sus hermanos osaban saludarlo... Los niños corrían tras él, abucheándolo, por las calles y lo llenaban de improperios; se congregaban ante su casa y la apedreaban .... No podía ya estar tranquilo, ni en su hogar ni fuera de él... Tan rudas fueron las desdichas a que su excomunión lo sometiera, que se sintió incapaz de soportarlos; ya que, por mucho que odiara a la Sinagoga, prefirió retornar a ella, mediante una reconciliación simulada, antes que ser definitivamente separado de ella. Y así, decía a algunos cristianos que querían hacerse judíos que no sabían qué yugo iban a echarse sobre la cabeza .... Pero, ¡cuáles no fueron sus dificultades cuando, no habiendo querido sufrir la penitencia ignominiosa que la Sinagoga le prescribía, vióse nuevamente entre los lazos de la excomunión! Le escupían al cruzarse con él... Sus parientes lo persiguieron, nadie lo visitaba durante sus enfermedades. Acabemos. Fue de tantos modos vedado, que, finalmente, se le arrancó la exigida sumisión... Pudo, entonces más que nunca, comprobar cuán terribles son aquellos que, carentes de jurisdicción alguna, disponen de las leyes de la disciplina... La excomunión levanta a veces en armas padres contra hijos, hijos contra padres, asfixia todos los sentimientos de la naturaleza, reduce a las personas a la condición de apestados y a un abandono todavía mayor» (15).

        A tal punto puede llegar el clima de insoportabilidad tejido en torno a una vida. Conviene no olvidarlo cuando uno ha de vérselas con la prodigiosa invulnerabilidad espinosiana. Pero conviene también darle todo el peso de su eficacia al caer sobre un espíritu tan atormentado como el del autor del Exemplar, de un hombre que, habiendo siempre visto en el triunfo mundano el signo de la predilección divina (16), hubo de pasar a través de todos los nombres del fracaso. De nuevo Bayle:

        «No quiso aceptar las decisiones de la Iglesia Católica porque no las halló conforma a razón, y abrazó el judaísmo porque lo halló más acorde a sus luces. A continuación, rechazó una infinidad de tradiciones judáicas, porque consideró que no estaban contenidas en la Escritura; rechazó incluso la inmortalidad del alma, so pretexto de que la Ley de Dios no habla de élla, y finalmente, negó la divinidad de los libros de Moisés, porque consideró que la Religión natural no estaba conforme con los mandatos de ese legislador. Si hubiera vivido seis o siete años más, habría llegado quizás a negar la religión natural, porque su miserable razón le hubiera hecho encontrar dificultades en la hipótesis de la providencia y del libre arbitrio del Ser eterno y necesario. Fuere como fuere, nadie hay que, sirviéndose de la razón, no tenga necesidad de la existencia de Dios; pues, sin ello, es aquella una guía que se extravía; y puede compararse a la Filosofía con unos polvos tan corrosivos que, tras haber consumido las carnes purulentas de una llaga, royeran la carne viva y corroyeran los huesos, horadándolos hasta los tuétanos. La Filosofía refuta, de entrada, los errores; pero, si no es detenido en ese punto, ataca a las verdades y, cuando se le deja actuar a su fantasía, va tan lejos que ya no sabe ni dónde está ni cómo detenerse» (17).

        Y su conclusión se impone ya:

        «Mejor tener una falsa religión que no tener ninguna. Y, no obstante ello, concluiremos que se trataba de un personaje digno de horror, y de un espíritu tan desvariado (mal tourné) que se extravió miserablemente a través de su falsa filosofía» (18).

        «Mol tourné», sí parece haberlo sido Uriel. Toda su vida, tal como él nos la narrara, se asemeja demasiado a una interminable serie de malentendidos, de errores, a los que sólo el acto final del suicidio dará sentido, recomponiendo el enloquecido rompecabezas: «... vitam meam exosus sum!» (19). Pero, si toda autobiografía es necesariamente autolegendaria, ¿qué no decir de ésta, concebida en su redacción como el prólogo al único acto totalmente verdadero, el de la propia muerte («... et quam personam in hoc mundi vanissimo theatro ego egi, in vanissima eta instabilissima vita mea exhibui vobis»)? (20) —Quizás el primer problema de cuantos biógrafos de da Costa, haya sido el dejarse fascinar hasta la hipnosis por el conmovedor documento que es el EHU, por su entrañable «habetis vitae meae historiam veram» (21). Pero no hay autobiografía verdadera. Jamás.

 

        * (El presente texto constituye parte de la Presentación de una edición crítica del Exemplar Humanae Vitae de próxima publicación en la Editorial HIPERION Madrid)

        NOTAS DE LA PRESENTACION

        1.— Digo «imaginario», claro; la descripción de un suicidio es siempre una operación mitopyética; la pantalla ejemplar sobre la que proyectar lo que, desde Epicuro, sabemos el imposible metafísico de nuestra propia muerte. Los datos están trucados, pues. Sólo queda lugar al acto, más estético al fin que ético (si es que distinción tal conserva sentido alguno), de confesar el fraude y agotar, como si tal, el simulacro.

        2.— «Para que nada falte, mi nombre, el cristiano que tuve en Portugal, fue Gabriel de Castro. Entre los judíos, ojalá que nunca hubiera accedido a ellós, ligeramente modificado, fui llamado Uriel». Exemplar Humanae Vitae —en adelante EHU—, 123, 21-25. La paginación y lineación remiten a la edición critica de Carl Gebhardt, Amsterdam, 1.922 de Die Schriften des Uriel da Costa, bajo el patronazgo de la «Societas Spinozanae». Mi edición bilingüe, para la Editorial Hiperión de Madrid, reproduce dichas paginación y lineación.

        3.— Dictionnaire Historique et critique, art. ACOSTA (Uriel); aunque la primera edición es de 1.697, el artículo sobre da Costa (o Acosta, como lo escribe Bayle) sólo aparece en la 3ª ed. («revisada por el autor»), Rotterdam, M. Böhm 1..720, tomo 1, pp. 67-69.

        4.— La crítica de nuestro siglo ha establecido la fecha que Bayle ignorara: 1.640.

        5.— También los hombres, de los suyos. Dos siglos fueron precisos para que el tiempo o la torpeza de los humanos hicieran despegar el papel que, sobre el libro de contribuciones benéficas de la Comunidad judía hispano-portuguesa de Amsterdam, cubriera piadosamente la firma del herético de Costa. Era el año 1.857.

        6.— Como huella de sombra, bien sabemos, no llegarán siquiera a dejar tantos otros salidos de las plumas fulminadas de aquella generación de «herejes y epicúreos» que acechara, en los márgenes del barrio (que no ghetto) judío amstelodano, como su pesadilla omnipresente, tras de la voz solemne y resignada del rabino.

        7.— «De acuerdo con el final del texto, su autor, fue, manifiestamente, Gabriel Acosta, posteriormente llamado entre los judíos Uriel. El mismo de indicaciones suficientes sobre las circunstancias de su redacción y puso el título que puedes ver: Exemplar Humanae Vitae. Pocos días antes de su muerte, habiendo decidido ya morir, escribió, según parece, este texto. Y ardiendo, en efecto, de venganza, decidió primero disparar sobre su hermano (otros dicen que sobre un allegado) que había sido, en su opinión, causante de sus mayores males; y así, disparó con una pistola contra su hermano o allegado, pero el disparo no se produjo; viéndose descubierto, cerró, de pronto, la puerta de su casa y disparó contra sí mismo con una segunda pistola que para tal fin tenía preparada, de un modo lastimoso. Este texto fue encontrado en casa del difunto: entre los papeles de mi tío-abuelo, Simón Episcopius, encontré una copia que alguna personalidad de la ciudad le había entregado». (Philippi a Limborch de veritate religionis christianae amica collatio cum erudito judeo Guda. Apud Justum Abhoeve. MDCLXXXVII).

        Tratado de Inmortalidad Da alma Composto pelo Doutor Samuel de Silva em que tambem se mostro a ignorancia de certo contrariador de nosso tempo que entre outros muytos erros deu neste delirio de ter para si publicar que a alma de homen acaba juntamente con o corpo Amsterdam. Impresso en casa de Paulo Ravesteyn. Anno do criagño do mundo 5.383.

        9.— Cfr. en particular, el más serio de estos intentos, en VAZ DIAS: Uriel da Costa; Leiden, Brill. 1.936.

        10.— El primero, el pastor Johannes Müller, quien, ya en 1.644 (esto es, 42 años antes de la primera publicación del EHU), hiciera tal uso del «caso», en su Judeismus und Judenthumb.

        11.— Carta de Ph. van Limborch a Th. Graswinkel, del 4 de marzo de 1.662, en Die Schriften des Uriel da Costa; ed. cit., pp. 199-200.

        12.— Loc. cit.

        13.— EHU, 108, 2-6.

        14.— «...los que se suicidan son de ánimo impotente, y están completamente derrotados por causas exteriores que repugnan a su naturaleza».

                (Ethica, IV, 18 sc.)

        «uno se da muerte  porque causas exteriores ocultas disponen su imaginación y afectan su cuerpo de tal modo que éste se reviste de una nueva naturaleza, contraria a la que antes tenía, y cuya idea no puede darse en el alma...».

                (Ibid., IV, 20 sc.)

        «ninguna razón me impele a afirmar que el cuerpo no mmuere más que cuando es ya un cadaver. La experiencia misma parece persuadir más bien de lo contrario. Pues ocurre a veces que un hombre experimenta tales cambios que dificilmente se diria de él que es el mismo; asi, he oido contar acerca (le cierto poeta español que, atacado de una enfermedad, aunque curó de élla, quedó tan olvidado de su vida pasada que no creia fuesen suyas las piezas teatrales que habia escrito, y se le habria podido tomar por un niño adulto si se hubiera olvidado también de su lengua vernácula».

                (Ibid., IV, 39 sc)

        15.— BAYLE, P.: loc. cit.

        16.— Cfr. DA COSTA, Uriel: Sobre a Mortalidade da alma, en Die Schriften des riel da Costa, ed. cit., p. 64

        17.— BAYLE, P.: Loc. cit.

        18.— Ibid.

        19.— «...he llegado a detestar mi vida». (EHU, 115, 32-33).

        20.— «...y el personaje que en este vanísimo teatro de la vida he interpretado a lo largo de mi vida, ante vosotros lo exhibo». (EHU, 123, 14-16).

        21.—  «...aquí tenéis la historia verdadera de mi vida». (EHU, 123, 13-14).

 



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