A la buena gente no le gustan los suicidios a su alrededor. Es una irrupción de la muerte en su vida cotidiana que le molesta, le incomoda. El suicidio traiciona algo, una especie de pacto tácito de los vivos, todos a una a aferrarse a la existencia. Suicidarse es indigno. Resulta cobarde huir, desertar de la existencia, que como todo el mundo sabe es un combate. El reflejo, en el fondo, es el mismo tratándose de una institución (armada) o de la vida. Negarla, es escoger la facilidad.
Preferir la muerte, es ir más lejos; es, en el sistema maniqueo en el que nos movemos, preferir el mal al bien, las tinieblas a la luz. Y el rebaño no se muestra suave con quienes lo abandonan por su propia voluntad bien hayan escogido la muerte o una vida diferente. Para con los muertos, sin embargo, sobre todo si son jóvenes, el rechazo se llevará a cabo con más commiseración almibarada. iSuicidarse en plena juventud, imagínese, qué querrán estos jóvenes! Y el gran escalofrío ponzoñoso que recorre el espinazo. ¡Diecisiete años, se da cuenta, con una lata de Solexine, qué desgracia! La muerte de los otros también atrae. Con poco esfuerzo, se mira con deleite en la sangre de los otros la tragedia de una época que se renuncia a vivir. Nos interrogamos estremeciéndonos sobre su responsabilidad, sentimos remordimientos voluptuosos. Pero acabaremos tranquilizándonos. Al fin y al cabo, son los más débiles, ¿no es cierto? Los que sucumben.
El suicidado adulto es objeto de menos interés, a menos que haya hecho las cosas verdaderamente a lo grande, destripando a su mujer y a sus nueve hijos antes de «hacerse justicia». Apenas se presta atención a esos ancianos demasiado ansiosos por abandonar este bajo mundo. ¡Poco iban a tener que esperar!
La sociedad ha conseguido integrar el suicidio al espectáculo cotidiano por medio de sus campañas escandalosas de prensa y sus teorías sociológicas trasnochadas. Quisiera esbozar aquí una nueva adaptación del suicidio, y por lo tanto de la muerte, susceptible a mi modo de ver de dominar nuestro «destino».
Considerar el suicidio como un medio de marcar uno mismo el límite de la propia existencia, es romper la ganga de bronce de la fatalidad «bien hay que vivir» puesto que estamos aquí fatalidad mítica que toma en el nacimiento, irremediablemente excluido de la elección individual, su realidad aparente. Puesto que tu nacimiento ha sido cosa de otros, tu vida tampoco te pertenece, pertenece a Dios. Es lo que la religión siempre ha afirmado, queriendo disimular que la muerte, por su parte, nos pertenece si así lo queremos. Fantástico poder recobrado en nuestras vidas cuya embriaguez puede muy bien llevarnos a reconsiderar la no-vida que se nos impone. Manera también de vivir hoy y para sí, hoy y como si nos imaginásemos aquejados de una enfermedad incurable, quemar el tiempo de vida que nos queda, para sí y no para no se sabe qué mañanas cantarines que quizás únicamente los niños que nos precipitamos a hacer podrán conocer.
La Iglesia ha sabido utilizar de maravilla el miedo repelente a la muerte. Prometiendo el paraíso a quienes doblan la rodilla, les reserva únicamente a ellos el antídoto milagroso, sucedáneo de eternidad que anula la muerte. Para los impíos la hoguera infernal, la muerte atroz porque es desconocida y sin remisión. Nos da tanto miedo que nos pasamos la vida olvidándola. En sesenta y cinco años, resulta difícil. Nos las componemos pasando el tiempo de hoy para pasado mañana. Jóvenes, estudiamos para ser adultos; seguidamente, trabajamos para cotizar en la seguridad social cuando seamos viejos. Luego nos morimos, ¡uf! hemos conseguido no pensar en ella. Podemos incluso decir que no hemos pensado en nada, era más seguro. Además, estamos dispuestos de vez en cuando a participar en gigantescas ceremonias de exorcismo donde se mata el propio miedo matando al «otro», al «malvado», al «malo», en Verdún o en otra parte.
Se puede encontrar paradójico hablar de muerte para cambiar la vida. Pero es que nuestra muerte, como nuestro cuerpo, nos es confiscado apenas respiramos por primera vez y cambiar la vida significa recrearnos totalmente, incluyendo y sobre todo en lo que nos espanta de nosotros mismos, porque nos han enseñado el miedo.