L I T E R A T U R   A L D I Z K A R I E N
G O R D A I L U A

 

 
 

                   - Orrialde nagusira itzuli
                   - Porrot aldizkaria
                   - Ale honen aurkibidea

                   - Ale honi buruzkoak (azalaren irudia eta fitxa)

Aurreko artikulua— Porrot-3 / Haur gozo horiek (1987-iraila) —Hurrengo artikulua




 

 

Suprimirlos

 

Javier Mina

 

A Carlos M. Gorriarán

 

        «Herodes entonces cuando se vió burlado por los Magos, sé enojó mucho, y mandó matar a todos los niños menores de dos años que había en Belén y en todos sus alrededores conforme al tiempo que había inquirido de los Magos» (Mateo 2, 3).

        En la escueta gacetilla el evangelista silencia el alcance de la matanza y, por otro lado, comete un error de análisis. A Herodes no le mueve la cólera, sino el cálculo político. Elimina a los inocentes creyendo que en el bulto va el retoño de un caudillo largamente anunciado. El acto se perpetra premeditadamente. Herodes, como buen burócrata, se ampara en un edicto de su superior jerárquico para tender la celada:

        «Aconteció en aquellos días, que se promulgó un edicto de parte de Augusto César que todo el mundo fuese empadronado. Este primer censo se hizo siendo Cirenio gobernador de Siria» (Lucas 1, 2).

        Sea por un fallo de los servicios estadísticos, sea por la inoperancia del gabinete de policía, Herodes marró el golpe, pero, gloria adversativa, se convirtió por la misma en paradigma de infanticidas.

        Con anterioridad existía la cosa, sin embargo carecía de nombre y apellidos.

        A principios del siglo XX, en las excavaciones realizadas en Cartago, se hallaron restos de víctimas infantiles en el santuario dedicado a Tanit. No era la diosa la destinataria de la ofrenda, sino, más probablemente, su compañero de panteón, el terrible Moloch. Este dios ocupa, con diferentes nombres, el lugar preferente de las creencias semíticas. En su honor vertieron sangre primogénita fenicios, cartagineses y hebreos:

        «Mediante el sacrificio de ese primer hijo se devolvía a la divinidad lo que le pertenecía. La sangre joven aumentaba así la energía agotada del dios (pues las divinidades llamadas de la fertilidad agotaban su propia sustancia en el esfuerzo desplegado para sostener el mundo y asegurar su opulencia; tenían, pues, necesidad de ser regenerados periódicamente)». (Mircea Eliade, El mito del eterno retorno).

        Costumbre que recoge la Biblia. Jeremías y Ezequiel denunciarán la bárbara práctica muy frecuente aún en el pueblo judío. El propio Jeremías protestará porque se sigue identificando a Yahvé con Moloch.

        Moloch emigrará a la Grecia Antigua con su cortejo de sangres, recibiendo entre los griegos el nombre de Zeus Meilichos, divinidad ctoniana distinta al Zeus propiamente helénico. Se le confundirá con Cronos, a quien, como es sabido, corresponde el honor de haber devorado a su descendencia.

        En Lacedemonia se suprimen, por cautela eugenésica, a los nacidos con taras. Las Amazonas sólo dejan con vida, según algunos extremistas, a la descendencia femenina, pero comentaristas más benévolos corrigen que los varones eran, simplemente, entregados a los maridos coyunturales. Como se ve la práctica del infanticidio estaba sanamente extendida, aunque sus practicantes se pierden en las nebulosidades arquetípicas o en las imprecisiones del carbono 14.

        Herodoto comenta cierta costumbre usitada por los escitas:

        «Si el rey manda, quitar la vida a alguno de sus vasallos, no la perdona a sus hijos, obligando a todos los varones a morir con su padre, si bien a las hembras ningún daño se les hace». Cuando muere un rey se practican sacrificios de primicias humanas, animales y vegetales, y:

        «Al cabo de un año después del entierro, vuelven de nuevo a practicar la siguiente ceremonia. Escogen de los criados del difunto rey los más lindos y bellos, quienes suelen ser escitas libres y bien nacidos (...); escogidos, repito, cincuenta de entre ellos los ahogan y juntamente cincuenta caballos de los más hermosos». Por vía indirecta, mediante el establecimiento de la lista de reyes escitas, se podría sacar del anonimato a unos cuantos protocolarios mata niños. Le cabe también a Herodoto el mérito de la excepción sin tener que recurrir a farragosas historiografías:

        «Oyendo que aquel lugar se llamaba los Nueve Caminos, enterraron vivos allí mismo nueve mancebos y nueve doncellas del país. Costumbre de los persas es enterrar a los vivos, pues oigo decir que Amestris, esposa de Jerjes, siendo ya de edad, sepultó vivos a catorce hijos de los persas más ilustres, víctimas que sustituía en su lugar para aplacar a la divinidad que dicen existir bajo tierra». (Nótese, de paso, la correspondencia ctoniana del acto con lo enunciado más arriba).

        Numancia, y eso se tuvo por rasgo de heroísmo, hizo hecatombe de todos sus ciudadanos, mas, a pesar de sernos más cercana en el tiempo, no ha traslucido el nombre de ningún padre, o madre, de familia numerosa empecinado en la supresión de sus vástagos.

        De igual modo se sabe que en alguna de las fases de la construcción de la muralla china las madres mataban a sus hijos para evitarles la odiosa tarea y, de igual modo, se desconoce la identidad de los matarifes.

        Las crónicas registran, hecho aislado en la que va baraúnda de lo sin nombre, que en Escandinavia un rey On o Aun sacrificó a Odin, en Upsala, a nueve de sus hijos.

        Pero regresemos a Herodes. La Era Cristiana comienza con una degollina memorable y se afianzará entre los humores desparramados por circos o palacios. De entre la cohorte de muertos, éstos ya, pertinentemente identificados, para la santidad, y de asesinos, censados para el infierno, que recogen las Actas de los Mártires, me detendré en el martirio de Felicidad y sus siete hijos, torturados en el siglo II por el prefecto Publio. Se conservan las palabras cruzadas entre el verdugo y las víctimas, aunque me limitaré a exponer el género de muerte que se les dió, polimórfico e imaginativo, varietas delectat:

        «Uno de los jueces mató al primero de los hermanos azotándole con «plomadas»; otro sacrificó al segundo y tercero a palos; otro arrojó al cuarto por un precipicio; otro hizo sufrir al quinto, sexto y séptimo la sentencia capital; otro mandó decapitar a la madre».

        En el mismo siglo el emperador Adriano con gayo ingenio mató, también, a otra madre, Sinforosa, de siete hijos y a ellos con élla.

        Habrá que dar un salto, doblemente mortal, por encima de una Edad Media pródiga en causas naturales de homicidio: enfermedades infantiles, hambres, guerras y pestes. Hago mención del duplo por lo de muerte extensa y por el riesgo que entraña, imperativos de brevedad, pasear la lupa por tanto siglo. De todos modos en ese siglo XIII, que se considera de auge y renacer, encontraremos, peregrino retruécano, a un digno sucesor, malgré lui, de Herodes.

        Un llamado zagal Esteban se presenta ante el rey de Francia portador de una carta nada menos que de Jesucristo (con qué frecuencia aparece asociado a eliminaciones en masa). Corre el año de 1212. Jesucristo, en un estilo parco y feo de aprisco que contrasta con la gracia trovadoresca que se ha apoderado de las cortes feudales, implora la ayuda, del poderoso monarca para que organice una Cruzada propia y exclusiva de niños. El rey se lava las manos en el asunto, pero no toma medidas contra el proyecto, quizás intuye en la permisividad algún beneficio de orden demográfico, y Esteban predica la Cruzada con el fervor propio de la inocencia. Su fogosidad arrastra multitudes. Muy pronto se pone en marcha, de Francia, de Alemania, una grey infante que algún cronista cifra en cincuenta mil niños. Tras la aflautada voz de Esteban (de conducta más consecuente y menos oportunista que la del Hamelín, mercenario a la postre, del cuento), cruzan los Alpes quien camino de Génova, quien de Marsella, dejando cadáveres por riscos, cañadas y portillos. Los supervivientes acampan en la ribera del Mediterráneo en la creencia de que las aguas se apartarán dejando expedito un camino peatonal hasta Palestina. El milagro no se produce. Decepcionados, algunos regresan a sus pueblos de origen —¿cuántos perecerán por el camino?—, otros, los más resueltos, se dejarán embaucar por mercaderes sin escrúpulos —la Historia no registra, desgraciadamente, los nombres de los espontáneos colaboradores de Esteban— y acabarán sus días como esclavos en Orán, Alejandría o Argel. Con todo, hay que hacer justicia a Esteban e ingresarlo cum laude en el capítulo de egregios infanticidas.

        Entre paladín y paladín de esta nómina apresurada corre, como suele, la Historia que, si bien no se repite, no se esfuerza tampoco por ser original y, así, discurrirá con ruido de alfanjes o tizonas, con pestes de diversas calidades cromáticas, con escaseces y carestías, con, en fin, sus enjaezados palafrenes apocalípticos, hasta la posta del siglo XV, sita, de nuevo, en Francia. Velahí, un esforzado compañero de armas de la doncella de Orleáns, entregado a lúbricas prácticas: Gilles de Rais. Cumplida noticia de sus hechos de armas privadas nos da un cronista emérito, Georges Bataille, en su libro Gilles de Rais o el verdadero Barba Azul. Curiosamente un contemporáneo del excéntrico guerrero también ha merecido por su crueldad hallarse en el origen de otra leyenda, me refiero al poderoso señor Vlad III Tepês alias Dracul, redivivo en la mente colectiva en tintas de vampirismo, e inmortalizado en las letras cultas —aunque relegado, injustamente, a la serie B— por Bram Stoker.

        Gilles de Rais practica la paidofilia pederástica matizada de sadismo y necrofilia. ¿A cuántos niños liquidó durante diez o quince años de brillante carrera? Posiblemente a varias decenas. Bataille expone así el meollo de los entretenimientos del heredero de la baronía de Rais, nacido en 1404:

        «Una vez introducido el niño en la cámara de Gilles, los acontecimientos se precipitaban». Gilles se acariciaba ante sus víctimas, «frotaba contra ellos su virilidad... se deleitaba e inflamaba de tal modo que criminalmente, y en forma adversa a la normal, surtía sobre el vientre de los niños». Gilles utilizaba para esto a cada niño sólo una o dos veces, después de lo cual «los mandaba matar».

        Sus placeres duraron lo que su dinero. Y con la ruina, se rodeaba de lujos superiores a los que podían permitirle sus ingresos, llegó al patíbulo. Se le instruyó un proceso en el que salieron a relucir escabrosos detalles de su afición predilecta y pagó con su vida los excesos que cometiera sobre las de los demás. Bataille apostilla en descargo del condottiero hedonista:

        «No podemos negar la monstruosidad de la infancia, ¡cuántas veces, si pudieran, serían los niños auténticos Gilles de Rais!»

        Contrariamente a sus antecesores, Gilles no actuó ni por cálculo político (Herodes y demás jerarcas romanas), ni por misticismo (Esteban), fue su conducta persecución del placer. Excelsa figura la del bravo batallador llorando de emoción estética ante la sangre caliente o la cabeza amputada (las reunía en efímeras colecciones) del efebo mancillado, aún palpitante, aún bello.

        En el siglo XVII las luces confieren un aura nueva a la eliminación del excedente infantil (la Historia ha ido metiendo en el mismo saco viandas añosas y carnes bitongas, sin detenerse en un mínimo escrutinio).

        Jonathan Swift, agudo examinador, se dispone a separar el trigo de la paja (actividad que las Sagradas Escrituras recomiendan se realice post mortem) con las siguientes reflexiones:

        1) Hay pobreza en Irlanda, hay hambre.

        2) Cada año, calcula por extrapolación —¡Oh precursor del historiador de nuevo cuño!—, ciento veinte mil niños surten a una Erin escasa de recursos.

        3) ¿Cómo se mantendrá y se educará a esa turba de recién llegados?

        4) «Me ha asegurado un americano muy entendido que conozco en Londres, que un tierno niño saludable y bien criado constituye, al año de edad, el alimento más delicioso, nutritivo y comerciable, ya sea estofado, asado al horno o hervido; y yo no dudo que servirá igualmente para un fricasé o un guisado».

        Una razón espoleada por estímulos tan poderosos no sabrá detenerse en el examen del problema. Por el contrario se agitará y retorcerá hasta escurrir una solución plausible. Dos ha encontrado Swift para su mayor gloria:

        a) «Propongo humildemente a la consideración del público que de los ciento veinte mil niños ya anotados, veinte mil sean reservados para la reproducción (un veinticinco por ciento deberán ser machos)».

        b) «De manera que los cien mil restantes pueden, al año de edad, ser ofrecidos en venta a las personas de calidad y fortuna del reino, aconsejando siempre a las madres que los amamanten copiosamente durante el último mes, a fin de ponerlos regordetes y mantecosos para una buena mesa».

        ¿Por qué nadie le ha hecho caso? Es una lástima que la originalidad quede siempre condenada al ostracismo. No consta que ningún otro iluminado —a pesar de que un gran apóstol de la causa, Malthus, abundara teóricamentese— haya hecho eco de consideraciones tan elegantes.

        Sin embargo, Swift se halla escoltado por dos grandes héroes británicos. Bien es cierto que ninguno de los dos logró las palmas académicas, pero brillaron poderosamente en el terreno de una práctica que aunque modesta señera.

        A fines del siglo XVI, el insigne Sawney Beane se retira del brazo de su compañera a los desiertos de Galloway, con el sano propósito de dedicarse al bandolerismo. Las víctimas son escasas, el botín magro, y como no hay dónde convertirlo en munición, el hambre excesiva. De modo que la pareja a más de despojar a algún cándido viajero, lo mata y pone en salmuera. De las paredes de una gruta que se adentra una milla bajo el mar cuelgan tasajos humanos debidamente curados. Se desconoce cuánto comieron de niño, pero se sabe que no hicieron ascos ni a sexo ni a edad. Los trogloditas caníbales, no se puede ser perfecto, equilibraron la balanza demográfica particular trayendo al mundo ocho hijos y seis hijas, pero se corrigieron, acto continuo, con un sano fomento del incesto —la disgenesia sería una variante del infanticidio—, ya que la misma sangre produjo dieciocho nietos y catorce nietas. Bocas más que suficientes como para producir un incremento geométrico del consumo de su manjar predilecto. La justicia, ciega para lo que signifique auténtico progreso, puso fin a una Arcadia merecedora de mejor suerte.

        Elizabeth Brownrigg, el segundo héroe es heroína, nació en Inglaterra en 1720. Elizabeth destacó en sus estudios de comadrona y se le tuvo por una excelente profesional. Ejercía en el hospicio de St. Dunstan's-in-the-West. y, particularmente, en su domicilio de Fleur de Lys Court.

        Se dijo que ninguna de las criaturas que trajo al mundo salió viva de su despacho de practicante. Mas no se le llevó por eso ante los tribunales (la tasa de mortalidad era tan elevada que no podía llamar la atención; en el hospicio de niños de Valladolid, durante los años 1747-57 —es decir, exactamente la misma época en que Elizabeth se dedicaba a fabricar ángeles— moría el 87 % de niños entre cero y un año). Elizabeth fue procesada por sus diligencias fuera de horas de trabajo. Dedicaba su tiempo libre a torturar a tres criadas, también niñas, que tenía recogidas en su hogar para enseñarles los secretos de la profesión. Una de ellas logró escapar y poner en conocimiento del sheriff los pequeños ocios de la partera. Sin embargo, las sevicias eran práctica corriente y todo hubiera quedado en una amonestación de no haber muerto la pequeña Mary Clifford de resultas de las torturas. Elizabeth Brownrigg ejemplificó con su vida el dicho de Tito Livio:

        «El trabajo y el placer, dos cosas esencialmente distintas, están unidas íntimamente por un lazo natural».

        En el siglo XIX se extermina bastante. La era del maquinismo introduce una nueva modalidad en las ya existentes. Se muere niño en la mina o en la manufactura. Pero esto no pertenece al arte, sino a la estadística.

        La Criminología, debatiéndose entre las teorías de los caracteres innatos o adquiridos, surge como ciencia. Uno de sus profetas, el italiano Enrico Ferri, propugna los substitutivos penales como forma, de prevención de delitos. En el campo concreto que nos ocupa postula:

        «La enseñanza de las leyes de Malthus para disminuir robos e infanticidios».

        Sus contradictores argüyen que semejantes propuestas lograrán el efecto contrario. Como quiera que sea la Criminología incorpora a su necesidad científica la estadística matemática. Unas tablas elaboradas en Francia, país señero en la racionalidad numeral —los datos que se poseen de otros países son mucho más fragmentarios—, sobre los delitos cometidos a lo largo del siglo permiten concluir que el número anual de infanticidios es del orden de cuatrocientos.

        He podido reconstruir los perpetrados por Papavoine y Chevallier. Auguste Papavoine mató el 10 de octubre de 1824 a, dos niños, ante los ojos de su madre, en el bosque de, Vincennes. Para perplejidad del gran público el asesino no conoció a sus víctimas hasta minutos antes de acuchillarlas.

        Pierre-Etienne Lelièvre alias Pierre-Claude Chevallier mató a dos de sus hijos habidos en sendos matrimonios. Pero hay que ser más precisos. Pierre tuvo, en primer lugar, una querida a la que envenenó después de haber envenenado a la niña habida con ella. Luego casó cuatro veces, mató por veneno a las tres primeras esposas y estrelló contra una piedra al hijo tenido con la segunda. Lo detuvieron por raptar a un niño con el que quería suplantar al hijo desaparecido. Pierre pasaba a la acción cuando sus esposas estaban embarazadas y así, mientras sometía a la tercera, próxima a dar a luz, a las delicias del veneno, hizo que un doctor ignorante extrajera con forceps al niño en camino. Niño que murió por nacer prematuramente. Con lo que Chevallier se llevó por delante a dos hijos legítimos, una hija natural, tres esposas y una amante.

        En España el crimen huele a esperpento cuando no a pandereta. El célebre Cintabelde asesinó a dos niñas, con la madre de ambas en el lote, en la hacienda «El Jardinito», el 27 de mayo de 1890. Todo porque la mujer se negó a darle dinero para asistir a un cartel con Lagartijo, Guerrita y Espartero. La hazaña se puso en pliegos de cordel. He aquí cómo el poeta narra las muertes infantiles:

 

                                1

                Y después abalanzóse

                a una niña que corriendo

                del asesino terrible,

                con paso débil e incierto

                pensó hallar algún refugio

                en las alas de su miedo

                consiguió llegar a ella

                cogerla por los cabellos

                suspenderla con un brazo

                y con el otro, siniestro,

                degollar a una criaturita

                que quizás, andando el tiempo,

                fuera diva admirable

                para un rudo jornalero

 

                                2

                La niña más pequeñita,

                su edad de tres años y medio

                que al distinguirlo en su rabia

                aquel lobo carnicero,

                en ocasión que gozaba

                una naranja comiendo,

                llega, en sus brazos la coge,

                y en su delicado cuello

                de dos cortes, que terminan

                con el delicado aliento

                de la alegre criaturita

                que de allí volóse al cielo

                en demanda de justicia

                ante el trono eterno

 

        Dejaré que muera el siglo con una frase puesta al alimón por el ya mencionado Ferri y otro padre de criminologías, Lombroso:

        «El crimen es la vida ordinaria de los niños».

        Frase, que descontextualizada, subyuga por su fulgurante ambigüedad.

        Al siglo XX se llega, en los programas escolares, sin tiempo. Yo llego sin espacio. Mal siglo para los genios.

        El Vampiro de Dusseldorf ofrece la patética figura del artesano virtuoso tiritando en un erial. ¡Qué desnudez la del individuo atrapado entre dos sesiones de destrucción total! Tan merecedora de piedad como la del misterioso asesino del hijo de Lindberg. ¿Quién se detendrá a contar con los dedos cuando la muerte cuenta por millones?

        Guerras mundiales y guerras parciales, ecos de aquella descomunal coyunda. Genocidios en Europa, Asia., Africa, América y Oceanía. Políticos prestidigitadores de vidas, escamoteadores de guante blanco. Tráfico de drogas, de blancas, de armas, de niños (para ritos satánicos, para aprovechar sus órganos, para la mendicidad, para la prostitución, para el tráfico de drogas, de armas, de blancas, de niños).

        Catástrofes naturales: seísmos, inundaciones, sequías y hambres congénitas (niños de vientres hinchados, muertos vivientes). Catástrofes artificiales: Bhopal, Chernobil, Seveso, Aminamata, Méjico.

        Depresiones, represiones, presiones. Prisiones.

        El eje del infanticidio a gran o media escala se desplaza hacia el sur (en el norte se sigue practicando a cuentagotas, cada asesino se limita —igual que hacen los matrimonios— a un cupo de una o dos unidades). Macías, Idi Amín Dadá o Bokassa pertenecen a una estirpe que refleja las corrientes del siglo. Los tres han practicado el infanticidio, con consumación antropofágica en algunos casos, pero los tres eran, dos viven, políticos. Quiero con esto señalar que el fenómeno está atrapado entre varios vectores (intereses, tratas de todo tipo, conflictos bélicos o étnicos, cataclismos) y, de alguna manera, resulta impuro. El Norte ha reaccionado contundentemente, no quería que le arrebatasen el cetro, pero no por la vía del individualismo, sino por la industrial. Y así haciendo deja en mantillas las tímidas aventuras de sus socios sureños. Porque, ¿cómo se podría comparar el impacto de la talidomida o la colza con el capricho de un dictador de provincias? La impureza industrial se añade a la producida por la complejidad de las fuerzas en presencia. Sin embargo, no todo está perdido. Aún queda un extenso campo para los ciudadanos particulares, sin distinción de eje, deseosos de sobresalir en un difícil arte menoscabado por el intrusismo de otras intenciones espúreas y socavando por lo hecho en serie. En 1986 nacieron 28 niños por cada mil habitantes, según los expertos del «Population Reference Bureau». De acuerdo con estas perspectivas la población mundial se duplicará en el año 2060. Y eso a pesar de las diversas medidas de control de natalidad (replicadas por los nacimientos probetas y por el condón taladrado Vaticano).

        ¡Cuánta materia prima!

        Algún entusiasta ya ha pasado a la acción. En el estado indio de Rajastán un hombre de treinta y siete años, la agencia silencia la identidad del hazañoso, ha decapitado a sus cuatro hijos y después se ha ahorcado. En Madrid un diplomático keniata disparó contra sus cuatro hijos, aunque no logró su objeto homicida.

        De ahora en adelante no se deben cometer esos fallos. Ni arrepentimiento ni actos incompletos. Este deporte exige limpieza y firmeza. Y, sobre todo, gratuidad. Que no espere la Humanidad un alivio demográfico gracias a los denodados esfuerzos de unos cuantos sportsmen decididos. La veda está abierta (hasta que caiga la bomba).

 



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