Historias baratas
Alfeñique Mocordín Boñigalari
Las cuadrillas desfilaban acompasadamente. La mayoría estaban formadas por quinceañeras saltarinas, apenas unos tragos de clar-gas les bastaban para pasear sus ubres advenedizas ante la concurrencia. De pronto, al final de todo, aparecieron ellos. La gente de bien se santiguaba ante tal escena, ¡pues no te digo que portaban como estandarte una ostia reptante! Sí, y detrás, bajo una pancarta gigante que daba nombre al grupo ("Los Sidáticos"), toda una manada de maricones desfilaba pedicándose, completamente en pelotas.
De una esquina salió el cura-párroco, portando un botafumeiro de bolsillo.
¡Vade retro! ¡Herejes! bramaba fuera de sí, mientras ponía el culo el muy hijoputa.
Mientras tanto, el desfile continuaba. De vez en cuando salía alguno de la larga fila y se la masturbaba allí, delante de todos. Después, una vez eyaculada la vitamina, se cortaba los buebos y los exhibía como un trofeo grandioso, aunque todos sabíamos que aquello era una puta mierda.
Las señoras-bien se desmayaban ante tal aberración, pero daba igual, aquella larga fila de amariconaos vociferaba constantemente insultos de todos los calibres:
¡Te voy a follar hasta que te salga el semen por las orejas! Sartu ta zortzi orduten atara barik! ¡Hasta que no tapen el potorro de la Virgen no parará de llover! ¡Me pican los cojones! ¡Viva el S.I.D.A. y la madre que lo parió!
Aquello ya fue demasiado. De una bocacalle apareció una ráfaga de artzaiñas, provistos de extintores antirábicos. La fila de amariconaos, al contemplar a los artzaiñas, se abalanzó sobre ellos, dispuestos a toda suerte de perversiones y apostasías. Entonces ya fue demasiado tarde: Los artzaiñas hicieron uso de sus extintores, y litros y más litros de menstrua inundaron las calles del pueblo.
El resto no hace falta contarlo: ni las ratas se salvaron.
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