De Jardines Ajenos
La erosión del suelo
Ramón Folch
Saber hacer con los suelos: un gran reto. Ha habido una perversión en determinados sectores de la comunidad científica consistente en confundir la economía con la numismática. Todo el mundo tiene derecho a coleccionar monedas, pero ello no tiene nada que ver con la bolsa de valores. Un mundo de filatélicos, numismáticos, vitofílicos y vexilólogos quizá resulte apasionante, pero sigue dependiendo del servicio de correos y de las tarjetas de crédito. Puede que esto suene a provocación, lo cual no tendría nada de extraño: lo es. Una provocación hecha con el más acerado temple de la ciencia humanista de toda la vida que pretende comprender la realidad y transformarla, no simplemente entretenerse con ella. Creo que la ciencia es la moderna dimensión del humanismo, aunque algunos científicos sean la reencarnación objetiva de un cierto diletantismo de corte metafísico. Pienso que es así, porque así nos va.
Probablemente la erosión y el deterioro edáficos, tal como en estos momentos se están produciendo, debe ser uno de los mayores problemas ambientales con que nos enfrentamos. Tenemos muy serios motivos de inquietud planetaria ante los cambios presumibles en la circulación atmosférica como consecuencia de la acumulación de gases termoabsorbentes procedentes de las combustiones orgánicas (efecto invernadero). Tenemos amenazas como el progresivo debilitamiento de la capa de ozono, en otro orden de cosas, como la explosión demográfica de nuestra especie. Pero pocos problemas resultan menos reversibles a corto, a medio e incluso a largo plazo, como el de la desaparición o degradación de la interfase edáfica, esa fina pincelada que cabalga entre dos mundos, umbral de la vida en el dintel geológico. Dependen demasiadas cosas de ello como para quedarse indiferente.
Hay que proceder. Con lo que se tiene. Esperar a tener lo que nos convendría es una actitud de fisiólogo, pero en modo alguno de traumatólogo: en el quirófano de urgencias se trabaja con todo rigor, pero sobre casos apremiantes que no dan tiempo para antibiogramas. Es mejor equivocarse en parte, pero salvar al herido, que describir pulcramente el cuadro a costa del paciente. El mejor diagnóstico se deriva de la autopsia, triste logro para cualquier científico cuerdo. Por eso me resistí a firmar el Manifiesto de Heidelberg cuando, en junio de 1992, en Rio de Janeiro, se nos propuso subscribirlo a los ponentes del Programa Científico de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo. Un texto impecable, ciertamente, y además inicialmente firmado por una impresionante panoplia de Premios Nobel e intelectuales prestigiosos. Pero era servir en bandeja a sectores sociales mucho menos bienintencionados el argumento que andaban buscando: dejar las cosas como estaban. En efecto, no hay peor aliado objetivo de los irresponsables que están poniéndonos en grave riesgo que los marfileños sabios distraídos. Y para evitar suspicacias, recordaré que eso ya lo creía Einstein.
Doctor en Biología
Consultor en Gestión Ambiental de la UNESCO
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