El loco
Itoiz
Fasol Garziarena
Era el primer día del año y, en aquella mañana, temblaba como una mariposa.
La noche anterior, mientras todo el mundo celebraba la nochevieja, fui preparándolo todo. Tenía en casa todo lo necesario: la camisa blanca, el pantalón, la faja roja y las alpargatas. Unos días antes había elegido una pelota de cuero, ligera y viva, que había untado en sebo ceremoniosamente. Mientras planchaba la ropa con cuidado, el murmullo de la fiesta llegaba a oleadas desde la calle. Yo sonreía en silencio saboreando mi plan. Me acosté a las doce, sin uvas ni champán, y en unos minutos me quedé dormido. A las siete me levanté y tras el desayuno metí todo en una bolsa, cogí el coche y me puse en camino.
Amanecía ya cuando llegué a Itoiz. Aparqué el coche un kilómetro antes de la presa, y con el bolso en la mano empecé a caminar. El corazón me latía con fuerza. Me puse el pantalón blanco, la camisa y la faja, y me até las alpargatas. Acaricié la hermosa pelota de cuero y después de botarla la lancé contra la pared de la presa. Yo solo allí, en medio del valle. Un saque, un resto, una dejada, un gancho,...
A los pocos minutos oí unos gritos; se me acercaron dos guardias jurados, recriminándome con malos modos qué hacía allí. Tras una fuerte discusión llegó la guardia civil. Me detuvieron, y mientras me metían esposado en el furgón, oí que un guardia decía:
A éste todavía le dura el pedo de anoche.
Pues a mí me parece que está loco de remate le contestó otro.
Sentado en una esquina del furgón, camino de Aoiz, sonreía, mientras retumbaban en mi cabeza los golpes de la pelota contra el muro de la presa. Golpes que aumentaban con el eco de los montes.
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