Tras la lectura de «Frankenstein o el moderno Prometeo»
Aibar Garziarena
Los que encuentran problemático el contenido tecnológico de la cultura actual o se atreven a sugerir que deberían buscarse nuevos tipos de dispositivos sociotécnicos, son considerados como pesimistas recalcitrantes, o peor aún, como seductores subversivos que pretenden conducir a sus víctimas hacia un abismo sin fondo. Pero aunque todavía hay aduladores y voceros que intentan oscurecer el hecho de que la palabra «progreso» significó en otro tiempo algo más que técnicas y material novedoso, algunos empiezan a adoptar una forma de cuestionamiento más vital e inteligente, comprendiendo que es preciso pensar y actuar de manera distinta frente a las realidades tecnológicas.
Mi postura no es la de mantener que la tecnología es monstruosidad o un mal en sí misma, sino que se aproxima bastante a la posición que Mary Shelley muestra en su novela «Frankenstein o el moderno Prometeo», tan pésimamente reflejada en las numerosas versiones cinematográficas: la de que nos enfrentamos con una Invención o Creación inconclusa, a la que se presta bien poca atención y cuidado. Esta creación, al igual que la de Víctor Frankenstein, contiene en sí un prodigioso soplo de vida humana, pero en su estado actual muy a menudo se vuelve contra nosotros como un mal sueño, una fuerza autónoma y grotescamente animada que refleja nuestra propia vida de una forma manca, incompleta y no enteremente bajo nuestro control.
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