El pueblo Vasco y los poetas
Isidoro de Fagoaga
A. Mercedes de Eguidazu
Como todos sabemos, el enigma de nuestro pasado, junto a esos monumentos "con sangre de eternidad" que son nuestro idioma y nuestras instituciones, ha despertado en todo tiempo la curiosidad de los investigadores, fueran estos etnólogos, historiadores o lingüistas.
Lo que en cambio pasa hoy casi inadvertido y se glosa apenas, es el interés que nuestro pueblo ha despertado en otro tiempo en los poetas propios y extraños, y, entre estos, en los más excelsos. Pocos compatriotas si exceptuamos los genuinamente intelectuales, sabrían citar la solemne admonición a Navarra del Dante, en la Divina Comedia, la lisonja poética, consagrada también a nuestro antiguo reino por Shakespeare en sus Penas del amor perdido, las estrofas laudatorias de Molière en su Don García de Navarra, los sonoros endecasílabos de La prudencia en la mujer de Tirso de Molina, las reiteradas alusiones, a todo lo largo de su profusa labor, del gran Cervantes, el clásico soneto de Wordsworth, los nostálgicos pensamientos de Víctor Hugo, las églogas de Francis Jammes y de Rostand, el himno de Slaby y, en fin, el copioso florilegio de otros poetas menores que, por brevedad omitimos.
También en América, donde tan prolífico germinó el verbo de Castilla, han cantado sus aedos las excelencias de Euskalerria. Darío, Rojas, Chocano, Lugones, Nervo y, acaso, más que todos un poeta que nunca pisó nuestra tierra, que ni siquiera cruzó el Atlántico, lo que no impidió que, por uno de esos milagros que sólo explica la poesía, nos consagrara nada menos que nueve sonetos. Este poeta fué Julio Herrera y Reissig.
La vida de Herrera y Reissig, como la de Baudelaire, la de Poe o la de Nietzsche de quienes se consideraba fiel epígono fué una vida corta, intensa y torturada. Nació en Montevideo en 1875 y murió en la misma ciudad en 1910. En esos treinta y cinco años "coleccionó todas las esperanzas, todas las rebeldías y todos los desengaños imaginables". Hijo de una familia de abolengo patricio, se le creía predestinado, como sus genitores, a un brillante porvenir político. Pero la estrella de los Herrera declinaba, ya que el mismo día que nació el poeta, era detenido su padre, iniciándose así una de las tantas luchas intestinas que han asolado a estas tierras colonizadas por España. Pobre, incomprendido, enfermo, además, de taquicardía, "vivió desde su juventud en dura pugna con la realidad circundante". Como sus poemas no le daban apenas para comer, solicitó un empleo público: le nombraron "inspector de leche" en las calles de Montevideo... Aceptó el cargo en el acto, sin sentirse disminuído ni vejado, como aceptó Burns su nombramiento de inspector de cerveza en Escocia y nuestro vate Larrañaga el ser destinado como nodriza (teóricamente, claro está...) a una Maternidad de Madrid.
La obra de Herrera y Reissig ha sido sañudamente discutida e incluso mal interpretada, precisamente por aquellos, como Rubén Darío, que más cerca estaban de su espíritu. Verboso, pródigo en adjetivos y en cerebraciones barrocas, padecía como apunta un crítico "la epilepsia de la metáfora". Algunos atribuyen las excentricidades de su vida a la morfina, otros insisten en ver en su obra un fermento de locura. A veces y este achaque es propio de casi todos los poetas el afán de renovar a cualquier trance la rima, lo lleva al ripio y a la traición del sentimiento. Por el contrario, frente a esta manera confusa de expresión y, se diría, voluntariamente tautológica, poseía otra fase, menos compleja, de imaginación pastoril y eglógica. A ella pertenecen los sonetos vascos. Fueron escritos en 1906 y, a juicio de Julio Cejador, son, junto con la balada de la muerte del pastor y algunas otras composiciones cortas, "los más maravillosos, originales y encantadores" de la producción del poeta. Están escritos en alejandrinos y los títulos son los siguientes: Vizcaya, Determinismo plácido, El mayoral, El postillón, La trilla, El jefe negro, Tarascón, El caudillo y El granjero.
Reproducimos algunos de ellos y, respetando el orden cronológico, empezaremos por Vizcaya, soneto que, por ciertas licencias idiomáticas y la turbia complejidad de algunas imágenes, consideramos como el menos logrado de la serie:
Al pie de sus fruncidos companarios, madura
Vizcaya sus chillones primaveras de infantes;
los muros haraposos, antiguos mendicantes,
duelen en una terca limosna de dulzura...
Pífanos y panderos... molinos de aventura...
Chaleco que detonan en rojos insultantes.
La danza de las boinas rechina sus desplantes,
al vient de la patria que ruge de bravura.
Con el oso adivino y la mona burlesca,
abre el titiritero rostros despavoridos...
La indumentaria aúlla duelos de antigua gresca:
raptos galantes, curas, infantes, bandidos...
Y la grega que estira la vocal pintoresca,
latiguea en "redioses", guturales chasquidos.
Como se observará por este y los otros sonetos que le seguirán, la interprettción que nos da Herrera y Reissig de la historia y la geografía es no poco arbitraria; más arbitraria aún en el titulado Tarascón que hallándose, como todos sabemos, en Provenza, la sitúa geográficamente en el País Vasco...
En el soneto titulado El jefe negro, es transparente la alusión al cura Santa Cruz:
Temerario y agudo y diestro entre los diestros,
el jefe negro empuña su indómita mesnada;
y en pos de bendiciones o al son de padrenuestros,
desata las guerrillas y asorda la emboscada...
Comulgan en alforjas con los bandos siniestros
el cáliz, y con chumbos la Custodia Sagrada.
Canta misas en medió de los bosques ancestros,
y del santo responso pasa a la cuchillada.
Espeluzcan en su neutra virilidad de eunuco...
el rosario enroscado y un enorme trabuco...
¡Oh, buen léon! Apenas bate el hierro inhumano,
para orar por el alma del vencido se vuelve:
el enemigo pronto se convierte en hermano,
¡y la mano que mata es la mano que absuelve!
Es una descripción grabada a fuego, pese a los que pudieran reclamar y acaso con razón ciertos respetos jerárquicos o sociales. El siguiente, Determinismo plácido, denota su clarividencia y su facilidad para captar climas y psicológicas:
De tres en tres las mulas resoplan cara al viento,
y hacia la claudicante berlina que soslaya,
el sol, por la riscosa terquedad de Vizcaya,
en soberbias fosfóricas, maldice el pavimento...
La Abadía. El Castillo... Actúa el brioso cuento
de rapto y lid... Hernani allí campó su vaya,
y fatídico emblema, bajo el cielo de faya,
en rosarios de sangre, cuelga el bravo pimiento...
La Terma. Un can. La jaula del frontón en que bota,
prisionera del arte, la felina pelota...
El convoy en la bruma, tras el puente se avista:
El vicario. La gresca. Dobles y tamboriles:
el tramonto concreta la evocación carlista
de somatén y "órdagos"... y curas con fusiles.
Hay, como dijimos antes, un predominio de lo ultra cerebral que no se detiene en anacronismos ni en arbitrariedades geográficas. Pero hay, al mismo tiempo una plétora de juventud que se exterioriza sonora y rítmicamente. Veamos este otro que lleva un nombre funesto: El Caudillo:
Recientemente miraron siempre al destino bizco,
sus diez lustros nivosos, ebrios de joven mayo;
y en el crespo entrevero, despojándose el sayo,
ordenó: "Fuera pólvoras! A puñada y mordisco!
Nadie ajusta una barra; nadie bota un pedrisco,
ni la cáustica fusta zigzaguea en un rayo,
como el ancho cuchillo que en honor de Pelayo,
cabalgara montañas, fabulosos y arisco.
Ya que baile o que ría, ya que ruja o que cante,
en la lid o en la gresca, nadie atreve un desplante,
nadie erige tan noble rebelión como el vasco,
y sobre esa leonina majestad que orla,
le revienta la boina de valor, como un casco
que tuviera por mecha encendida la borla...!
Es propio de la intuición de un poeta esa bella afirmación: "nadie erige tan noble rebelión como el vasco"; más que una intuición, es una profecía confirmada... Y la imagen con que cierra el terceto parece escrita con un pincel: "como un casco que tuviera por mecha encendida la borla..."
El último soneto que transcribimos, confirma lo que ya dejamos sentado: que sus conocimientos de nuestra tierra y del mundo en general, eran el producto de lecturas apresuradas y mal digeridas. Se titula La trilla:
Ocho mulas, con clámides, blondas y ramilletes,
fingen de trilladoras en la huerta vizcaina:
gradúa el mecanismo una urgente azotaina,
y revietan zorzicos y castañas y cohetes...
"¡Demoñua! ¡Arrayua! y ¡Alpe! ¡Maduxa y Vaina!"
la interjeción salpica iracundos falsetes...
Arde la ingenua sidra. Chillan los gallardetes
y suspira de júbilo la sabrosa dulzaina.
Los coloquios ufanos de oros y de claveles,
brindan al son de crótalos, pitos y cascabeles...
Sobre el bolero que arma su vorágine pronta,
el polvo de las eras sigue brumosas tildes,
y traduce el incienso, que el pan grato remonta,
hacia el buen Sol, patrono de las hambres humildes.
Estas poesías, salvo algunas metáforas enrevesadas, son como la buena música: cuanto más se leen más gustan. Y nos duele que, por imperativos del espacio, tengamos que dejar tan buena compañía. La compañía de este "poeta maldito", que no sabía hacia dónde caía nuestra Euskalerría, pero que tan bien nos intuía y tan entrañablemente nos amaba...
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