L I T E R A T U R   A L D I Z K A R I E N
G O R D A I L U A

 

 
 

                   - Orrialde nagusira itzuli
                   - Pott aldizkaria
                   - Ale honen aurkibidea

                   - Ale honi buruzkoak (azalaren irudia eta fitxa)

Aurreko artikulua— Pott tropikala (1980-ekaina) —Hurrengo artikulua




 

 

—Bernardo Atxagaren bi ipui (bat gaztelaniaz)—

 

(...) solamente ese inacallable
susurro de las oportunidades perdidas
asaltándote en la arruga

Que el espejo te devuelve, terco, cada dia

 

Miguel Sanchez Ostiz
("Pórtico de la fuga")

 

Bernardo Atxaga

 

Con un cuidado casi femenino. Eligió el traje con un cuidado casi femenino en uno de los bazares de la gran avenida, una tela casi blanca confección genuinamente italiana, primera calidad. Compró después unos zapatos color café, y se dirigió hacia el salón de belleza para caballeros situado cien metros más arriba, en el cruce de la calle Caravaggio. Agotó allí todas las especialidades de la casa, cremas francesas, manicura, masajes faciales según un método oriental importado, decía el cartel, en rigurosa exclusiva. Tropezó luego con una plaza de acacias, y se sentó en la terraza azul y blanca de una cafetería de nombre americano. Acompañándose con un combinado —el de nombre más exótico, un líquido pastoso y amarillento— escribió una carta en la que comunicaba al jefe de personal su decisión de no volver nunca más a la oficina. Redactó, a continuación, otra mucho más larga: me he acicalado —confesaba— como una vieja actriz. Letra torcida, desigual, mayúsculas barrocas.

        El restaurante que eligió para comer tenía columnas doradas. Un camarero le despidió, dos horas más tarde, acompañándole hasta la puerta, como a un viejo amigo.

        Las calles estaban recalentadas y casi vacías cuando él, Luigi Rizzoli, se puso a caminar hacia su casa; sin preocuparse de pasar por los lugares más umbríos, sin prisas, sin detenerse, tampoco, en ninguna esquina. Una hora más tarde abría la puerta de su piso. Fué directamente hacia el baño y permaneció un cuarto de hora largo contemplándose desde todos los ángulos posibles; esa piel grasienta —había dicho el médico— es de índole vegetativa. Rompió el pequeño espejo machacándolo con una banqueta. Sudaba. El reloj del pasillo señalaba exactamente las siete. Detuvo el mecanismo y el silencio no tuvo ya otra referencia que la de su respiración profunda. Abrió la puerta del salón: sobre el gastado sillón rojo, en el que otrora se sentara su madre, relucía ahora el fusil de un sólo cañón que tres días antes había sustraído de unos grandes almacenes. Un arma reluciente con el que había conseguido llevar a feliz término el único atraco de su vida; una vida que ahora, por fin, podría cambiar. Había tenido el valor de encañonar al cajero, de ordenarle que le acompañara a la caja fuerte, de huir —unos minutos después— tranquilamente y a la luz del día. Había tenido, también, el atrevimiento de no abandonar el arma. Todo héroe merece su recompensa. Otra ciudad, otras mujeres, otros cielos, serían la suya.

        Metió una bala —una pieza delicada como una joya— con el cuidado y la torpeza de un principiante. Se situó frente al espejo rectangular que ocupaba uno de los rincones de la habitación, y que le reflejaba de cuerpo entero.

        Alargó el arma apuntándola contra su propia imagen y extendió su pierna izquierda hacia adelante. Con un ojo cerrado contempló el blanco seguro e inmóvil. Desde el otro lado, en irónica simetría, el otro tirador también reflexionaba. Un duelo de interior, pensó Luigi Rizzoli sarcásticamente. Su contendiente sonreía con idéntico sarcasmo.

        —estoy muy aburrido de tí. Acabemos de una vez.

        Desde el otro lado del espejo, su oponente le dirigió una frase inversamente igual, una frase que cualquier sordo hubiera podido transcribir sin mayor dificultad: vez una de acabemos. Ti de aburrido muy estoy. Pero él no sabía leer en los labios.

        Un estruendo acompañó al disparo, a los disparos. La mayor parte del espejo cayó en mil pedazos, llenando el suelo de guijarros brillantes. Sólo quedó, en la parte inferior del marco, un trozo de forma triangular, una pequeña pirámide bruñida.

        Una pirámide bruñida donde se puede ver un hombre caído de bruces sobre una alfombra; donde se puede ver cómo va dibujándose una mancha roja y redonda sobre la espalda de un traje casi blanco, una mancha que va abriéndose como una rosa.

 



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