Pablo Antoñanaren bi lan
Relato colombiano
Pablo Antoñana
A media mañana o fué al mediodía con el castigo del sol y ocurrió en el mercado de frutos de Corrientes Frías, tan en silencio que nadie se apercibió. No medió ruido de disparo ni ninguna otra explosión y ya, como prediciendo, el vuelo cernido del alimoche esparce sombras anunciando. Muy en silencio, muy calladito el rumor de la pluma y ya el indiecito está sangrado como tiba res sobre la piedra del sacrificio. Quietos los ojos y su luz estancada, quieto el poncho con remiendos de colores y las manos inertes. Una voz grita: Muerto.
Ya están los caballos y su trote danzando en remolino y cuando se detienen, jinete y animal en un sólo cuerpo, parecen estatuas ecuestres. El cabo Sendín grita: todos quietos, y ya lo estaban. Los correajes y los ojos y las uñas de las manos y los bigotes caídos y las pestañas como patitas de araña son de ámbito negro. "Vos vistéis viejo?". Espuelas de plata vieja y barbuquejos y gorras con viseras de hule le han robado el color al polvo de la tierra. Y el indiecito aludido pregunta si a mí volviendo esa efigie seca de su rostro amonedado.
Los indiecitos vinieron desde más allá de los ríos, de acullá de los montes que tienen perfil de cuchillo, en viaje de días y trayendo en sus recuas gallinas vivas y variopintas, corotos dulces y los carajitos de cara dormida y lacitos rojos que dejaron de mamar la teta. Alzaron bajo los porches refulgentes de cal sus mesas y baratillos, durmieron siesta, con aguardiente aplacaron su sed. Hay cestos y esportones, capacillos con dibujo, alforjas donde vuelan pájaros bordados y alfombras de pleito. Hay acémilas de crines como hierba y toldos y paraguas. Hay un hombre que pregona bandos bajo el reloj de sol, otro que remienda arreos y atalajes, otro compone relojes, otro escribe esquelas y misivas a comisión, otro pronostica el tiempo, quien lustra cueros de zapato, quien vestido de monaguillo mendiga el óbolo de San Pedro, quien vende estampas bendecidas o quien pordiosea.
Dijeron, eso sí, que su nombre era escueto y simple: Segismundo, y que vino sólo y ejerció hasta su muerte la arriería. Sus otras señas ahí las tiene el cabo de los guardias rurales: el rostro común y arrugado, las botas de caña con pendulante espuela de estrella, y los pantalones abombachados, el sombrero de piel con pelo y el centón de muchos remiendos colorados. Otros pelos y señales: los bigotes guiados y la peinilla de cortar caña hundida hasta las cachas en la panza. Y qué más, no usó jamás papeles, ni pluma de escribir, ni contrató con escribano, ni jugó a los naipes ni a los dados, ni se evidenció en palabras, ni erró en los tratos. O sea era hombre conocido.
Fuma sin prisa el cabo de los rurales. Pregunta con idéntica pausa "Quién vió al matón? Pues que lo diga". Los preguntados no utilizan lenguaje sino gestos y son lelos o mudos. Las puntas del sombrero guardan del sol el trazo peludo de las cejas y a lo más se mueve a la diestra o a la zurda marcando pauta, no, no, no. No vió nada la viejecita interrogada, ni el mozo del zoronguito ni la ya no niña zascandilera que se ha comprado un collar de cristal y pañuelo de colores. No, no, y no. Cientos de sombreros tejidos en paja o fieltro se mueven como latidos y al hacerlo muestran fulgor de ojos que agonizan, charquitos de noche y la incertidumbre. No, yo únicamente vi la grupa de un caballo que se espantó o ya el zopilote se cernía trazando voluta o la muerte es siempre silenciosa y viene de improviso. Sentenciaban que los mismo da morir de posta que de cuchillo, tomando agua bendita o comprando lienzo estampado, abalorios o huevos de pavo.
El sólo testigo que confesó y testimonió muy por lo quedo y callandito muy mojada su voz, y no delaten mi nombre por Dios que quiero morir con óleos y en cama y no por mano airada y a traición dijo al ayudante que escribía bajo la moscarda de un ventilador: Estaba recortándome las puntas rotas del bigote, el espejillo en esta mano y en esta el peine, asimismo como le digo y aledaño a la ventana. Lo que vió lo describía como vulgar, la placita llena de color, las caballerías arrancándose con la uña las moscas clavadas en su panza, las voces cantando de los vendedores, los hornillos con fritanga, y un corro de gente jugando a las cartas. Eran campesinos pobres que apostaban, seguro, pero no vió ni billete ni moneda en sus manos. Forasteros todos si es que hay que dar nombre y seña, y visten por igual sin que más les distinga que la talla o vejez y cuando el movedizo acopio se disipa sin mezcla de voces o gritos o siquiera el fruir del aliento jadeado con fatiga allí estaba brillando la sangre. Era un tinte humeante que corría por entre las juntas gastadas de las losas. Y entonces la gente que sin correr huye derramándose como la onda que el agua hace cuando una piedra es botada sobre el estanque. Y entonces ví peinilla de segar caña y medio de su tajo ya sin brillo clavadito en el cojín de la barriga. No se le veía la faz y como si estuviera dormido la cobijaba el sombrero. Nada más mi señor oficial, absolutamente na más y dígame onde hi de signar con mi firma.
Nada más.
El cabo de los rurales perezoso en el caballo. Pues siendo así como ustedes lo han contado denle tierra sagrada al muertito y recen un padrenuestro por él y, soldado Martinez, considere el asunto del todo cerrado. Como me han pasado urgente aviso de que por ahí en algún otro sitio otro alguien ignoto fué el pobrecito rajado y antes de que lleguemos tarde y a todo no se puede socorrer, sácame la tropa a la boca de la calle.
Lo reclamaba un figón, tienda o chirimbito y nadie sabía más detalle. La pelea tuvo origen en yo que sé ni por qué vino, si cosa de cartas o fué al pedir de modo chulón un piquito de alcohol y se lo echó a la barriga de golpe y eructando el muy fanfarrón. Vámonos allá, soldado Martínez este nuestro es un mal oficio.
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