L I T E R A T U R   A L D I Z K A R I E N
G O R D A I L U A

 

 
 

                   - Orrialde nagusira itzuli
                   - Stultifera Navis aldizkaria
                   - Ale honen aurkibidea

                   - Ale honi buruzkoak (azalaren irudia eta fitxa)

Aurreko artikulua— Stultifera Navis-2 (1983) —Hurrengo artikulua




 

 

Las sendas estrechas

 

José A. Blanco

 

Debió Dios intervenir en aquello, pues el caso es que un resplandor cegador atravesó la habitación y, después de repicar sobre todos los objetos metálicos que encontró a su paso, convirtió en cenizas la mecedora de Jacinto Arribas, dejando en la habitación un persistente olor a madera quemada y presagio que jamás volvió a apartarse de sus mentes.

        Cuando Jacinto Arribas volvió, le abrazó su madre el cuello recio y le hizo prometer que no volvería a salir jamás en noche de tormenta, pues no repite Dios señales y ya estaba escrito sobre las cenizas de la mecedora que el fuego divino le partiría las entrañas. Jacinto sonrió, besó a su madre en la frente y, cogiendo un atizador y un rollo de alambre, salió en medio de la tormenta a construir un pararrayos que le quita a usted por siempre el miedo a los fuegos del cielo y del infierno.

        Eran tiempos de escasez y hacía ya siete años que la guerra había dejado sin brazos las tierras y los ganados. No eran necesarios en el pueblo las cartillas de racionamiento, pues nadie subía hasta aquel rincón perdido en la montaña llevando alimentos. Sólo una vez a la semana patrullaban por allí los guardias buscando quizás algo o quizás a alguien, o, simplemente, supervisando la vida monótona de los habitantes de Pueblo de Riobenito.

        Vivían éstos de unas pocas cabezas de ganado y de pequeños campos de hortalizas y cereal. A veces, alguno vivía de otra cosa.

        Llegó aquella tarde el comandante Trápala vestido de discurso, y, tras reunir  sus hombres a los pocos vecinos ante el ayuntamiento, sacó unas cuartillas, templó el verbo, afirmó la mirada y, enderezando el índice, habló:

        Con harto dolor me muestro y con pesar profundo, al comparecer hoy ante vosotros. Es mi deber, no obstante, sobreponerme a las emociones y afrontar los hechos con decisión firme y ánimo inquebrantable, pues la seguridad y el bienestar de todos descansa hoy con todo su peso sobre mis espaldas. No quiero, sin embargo, cansaros con mi torpe cháchara y ya, sin ambages de ningún tipo, iré, utilizando una expresión vulgar pero certera, directamente al grano.

        Vienen produciéndose desde hace dos meses y en el terreno de mi jurisdicción (Jurisdicción que intento gobernar, justificando la confianza de mis superiores, con celo y espíritu de sacrificio), vienen produciéndose —repito— hechos que merecen no sólo nuestra profunda reprobación de compatriotas honestos sino el ejemplar castigo  que, como autoridad, administrar me corresponde. Pues hay en esta jurisdicción cuatreros: ¡cuatreros!

        No me parece conveniente recordar los férreos pero justos castigos que se aplicaban a estos desalmados décadas atrás, pero quede sentado que este mi brazo justiciero no vacilará en repetirlos si, persistiendo ellos en su actitud, son capturados y puestos a mi disposición.

        He de reconocer que corren tiempos difíciles y que, a veces, llama con fiera insistencia el hambre a nuestra puerta. Es éste, sin embargo, un problema que debemos todos afrontar con profunda abnegación, trabajando, haciendo que esta tierra yermada por las calamidades resucite con el sudor manado de nuestros corazones. No debemos, por tanto, permitir que grupos de indeseables, apelando a privaciones que todos padecemos, arruine nuestro común trabajo y nos impida construir una patria más justa. Hemos de demostrarles que sólo el trabajo, el respeto, y la ciega obediencia a la causa común podrán hacernos salir de la, no tan precaria como algunas viperinas lenguas afirman, situación en la que nos encontramos.

        Vengo pues, no como ángel exterminador sino cual heraldo, para avisar del grave peligro que corremos. Y vengo a advertir especialmente

        A este pueblo, pues detenta el raro privilegio de ser el único de mi jurisdicción que, sospechosamente, aún no ha recibido la visita de esos criminales (aparte de Castro de Riobenito, por obvia razón de estar allí instalado el cuartel que con tanto honor y dedicación regento). No afirmo con esto, como tampoco lo niegan esas posibles muestras de estupefacción que desde aquí sospecho, la culpabilidad de este pueblo. Y digo de este pueblo porque me considero en la moral obligación de recordaros que castiga la ley igualmente a cómplices y criminales. Y si el brazo de la ley, atareado en otros menesteres que en las actuales circunstancias se revelan como cruciales, no llega a tiempo para administrar justicia, ¡recaiga eternamente la culpa sobre vuestras conciencias!

        He dicho,

Anduvieron aquella noche como ratas, arrastrándose entre los espinos y empujando las dos vacas trémulas en la negrura inmensa del monte. Llovía con fuerza e iban los dos hombres jorobados, chorreando los sombreros y las mantas, viéndose a veces el uno al otro como apariciones cuando algún rayo interrumpía la noche.

Sonó un trueno inmenso y se santiguó la madre de Jacinto Arribas viendo el fantasma de la mecedora bamboleándose como encantado.

        Cuando hicieron el amor por primera vez lloró ella muy dulcemente pues no estaban casados y se sentía feliz. Estuvieron mucho tiempo acostados en secreto hasta que, deslizándose la luna entre las ramas del sauce, comenzó ella a vestirse en silencio mientras él acariciaba por última vez su vientre. Se besaron. Se fue oscureciendo todo suavemente.

Dejan los anchos caminos, cogen las estrechas sendas...

Ha pasado otro mes y el comandante Mansueto Lobo, vilmente apodado Trápala, no tiene pistas. Roban generalmente las noches cerradas o de tormenta y se llevan sólo dos cabezas o tres. Todo es muy misterioso pero está convencido el comandante de que los son de Puebla.

        Mire cabo, hay que dejarse de zarandajas, que no entiende este pueblo de poltronas quién manda aquí. Mano dura y palo fuerte, y vamos a saber de una vez quién nos está jodiendo.

        Salieron aquella noche trece hombres hacia Puebla de Riobenito. Rugieron los coches al entrar en el pueblo y pudo oírse, a pesar del ruido de la tormenta, la ronca voz del comandante Lobo dando órdenes.

        Aporrearon las puertas y estaban, minutos después, registrando todas las casas: buscando ganado, carne o huellas, o comprobando quienes faltaban en cada casa siempre en busca de los posibles ladrones.

        Cuando llamaron a casa de los Arribas se santiguó la pobre mujer, pues no estaba Jacinto en casa y Felipe descansaba en su habitación atormentado por la fiebre. Entraron dos hombres y volvieron la casa patas arriba buscando y rebuscando lo que debía estar bien oculto. Dieron cuenta de la ausencia del hijo mayor al comandante Lobo y entró éste en la casa afilando sus colmillos de fiera inquisidora: mandó rodear la casa y se dispuso a hablar con la familia.

        Estaba la señora Paulina nerviosísima y puso una silla al lado del comandante, pero prefirió éste permanecer de pie resaltando se recia figura de autoridad. Felipe Arribas, envuelto en una manta y amarillo su rostro enfebrecido, miraba al comandante con los ojos muy abiertos. Tronaba la tormenta mientras Mansueto Lobo preguntaba a madre e hijo.

Ya le digo que marchó esta tarde, después de anochecer, que ahora el cabeza de familia es él y puede andar libremente. Y tenga usted cuidado que ahí estaba la mecedora de mi hijo y la quemó el rayo una noche de tormenta. Y seguía la pobre mujer hablando para acallar el miedo mientras el comandante los taladraba con la mirada.

        Llegó Jacinto rayando las tres de la madrugada y le detuvieron los guardias a la entrada del pueblo. Pase, le dijo el comandante mientras se sentaba, pasa. E inmediatamente le acusó de ladrón y cuatrero, y te voy a fusilar delante de todo el pueblo para que tomen ejemplo los ladrones y estraperlistas. Palideció Arribas y se echó a llorar su madre. Felipe miraba a su hermano a los ojos y empezó éste a balbucir y a decir que soy inocente y vengo de Castro de visitar a mi novia, y, no lo puedo decir señor, pues aún no saben nada sus padres y podría sentirse su familia ofendida. Se ríe Trápala y, de pronto, ¡patrañas!, que eres un cuatrero miserable y te voy a clavar a tiros en el paredón. Le juro por mi honra —y en sus pupilas se ve un destello de ironía— que no miento, pero no puedo decirle quién ella, pues sus padres son gente principal y aún no les he pedido consentimiento. (Suenan truenos y los relámpagos iluminan con destellos azulados los rostros, frente a frente, de los dos hombres: el comandante firme y colérico, Jacinto Arribas empapado y tembloroso —pero secretamente arrogante y cínico: irreductiblemente instalado en su inteligente astucia—.)

        Está el comandante Lobo a punto de perder la paciencia y antes de estallar pretende hacer una observación irónica pues le dice que ¿no me irás a hacer creer que andas desvirgando doncellas en las noches de tormenta, eh? Se pone muy serio Jacinto Arribas y aprieta la mandíbula, luego, como masticando las palabras, le contesta: primero, que no llovía cuando él salió de casa, y segundo, que jamás desvirgará a una mujer con quien no se haya casado previamente. (No parece imprescindible señalar que han destellado, burlones, sus ojos oscuros sobre las azules pupilas del comandante Lobo.) ¡Basta ya de mierdas!, si es cierto que has estado con tu novia, o me dices ahora mismo su nombre o mando que te partan en dos a tiro limpio, ¡venga!. Solloza la señora Paulina y Felipe, todavía temblando por la fiebre, mira a su hermano con ojos de temor. Arribas inclina la cabeza, cierra los párpados y, cuando oye la voz de Lobo —¡Qué esperas!, ¡venga!—, la levanta de nuevo y clava sus pupilas, firmes y cínicas en las del comandante: Virginia, ¡Virginia Lobo!.

        Se levantará al instante Trápala, desencajado, clavados sus ojos en los del otro. (Esta vez la figura de Jacinto Arribas se revelará mágica a la luz de los relámpagos. Estará su rostro sereno y asomará casi una sonrisa a sus labios delgados. El comandante, mientras culebrea el relámpago sobre su piel, parecerá un ser indefenso.) Luego apretará los puños y endurecerá la mandíbula. Pasará al lado de Arribas y le lanzará la última mirada, casi de acero. Saldrá de la casa y poco después sonarán los motores de los automóviles rugiendo monte abajo.

        Hace algunas semanas que no se han producido robos. Sigue el comandante enfadado y no ha salido Virginia de casa desde entonces.

Días atrás capturaron en la capital a una banda de ladrones y estraperlistas. Robaban ganado y después de matarlo vendían ilegalmente la carne en el mercado negro. Se alegró el comandante Lobo al oír la noticia. En medio de la plaza y ¡zas!, dicen que dijo.

        Es cierto que hay espíritus aventureros y personas que, por amor, son capaces de afrontar todo tipo de adversidades, y, si bien este móvil puede parecer inconsistente a los escépticos, al parecer estaba un hombre arriesgando su vida para sentir durante un instante los labios del placer sobre su carne.

        La noche era profunda. Ni siquiera la luz de una estrella se dejaba entrever en la oscuridad. El cielo había anunciado tormenta durante toda la tarde y soplaba un viento helado sobre los tejados de Castro de Riobenito. Era casi medianoche:

La pared está resbaladiza y hay un guardia dormitando sobre la mesa. Es difícil subir y quizás un poco estúpido arriesgar el pellejo de modo semejante, pero sólo gana el que arriesga, el que no, se queda aquí muriendo para siempre.

        Entró por fin Jacinto Arribas y cerró rápidamente la ventana. Antes siquiera de poder descalzarse le abrazó con fuerza Virginia y se estuvieron besando con ansia. Se quitó luego los zapatos y, descalzos ambos, sin hacer ruido, se acostaron en la cama.

Te quiero, le decía ella mientras acariciaba su pecho, te quiero: tenemos que marcharnos de aquí y nos casamos, aunque no sea yo mayor de edad. Es se quedaba pensativo o la acariciaba con dulzura para que supiera que la quería, y luego, sin mirarla a los ojos, le decía que es demasiado pronto y todavía no podemos saber si nos amamos de verdad. Y ella, inocentemente: yo sí te amo, y además así no podemos seguir. Y él la besaba para que no siguiera ella por aquel camino, y luego, como sin intención, pasaba la mano por su cuerpo, hasta el pubis, deteniéndose allí con suavidad premeditada. Y se dejaba ella llevar por sus dedos de hombre y olvidaba entonces que tenían que hablar del futuro.

        Le besó ella, desnuda en la ventana, y se descolgó él hasta el suelo para mirarla, sin verla, pero imaginándose su cálido cuerpo de hembra firme tras los cristales.

        Arriesgan mucho y por eso llevan preparado el fusil, dispuestos para cualquier emergencia: saben que nadie preguntará si los descubren. Van las tres vacas delante de ellos, torpes y silenciosas en la negrura de la noche. El cielo, que ha estado anunciando tormenta durante el día, deja de pronto caer las primeras gotas.

        Ha estado Mansueto Lobo insomne toda la noche creyendo oír a sus fantasmas besando los muslos de su hija. Por eso, cuando escucha las voces agitadas de abajo, se dirige con paso rápido hacia su habitación: las contraventanas están abiertas y la luz debilísima del alba, sucia de noche y agua de tormenta, deja entrever la carne pálida de Virginia Lobo, desnuda sobre la cama, apretando la almohada entre las piernas.

        Han robado tres vacas, le dicen, y no parece el comandante sorprenderse. Ha debido ser hace unas horas; quizás no estén muy lejos. Está Mansueto Lobo con los labios apretados, pensando, y de repente, ¡a Puebla!, esta vez...

Rugen los automóviles monte arriba. Arrecia la lluvia sobre los parabrisas y la madrugada está oscura, casi negra. Hay que disparar nada más descubrirlos: no podemos dejar que escapen; les ha dicho el comandante Lobo iluminadas sus pupilas por el resplandor del rayo.

        Más arriba, cerca de Puebla, se arrastran siluetas difusas en el bosque. Allí, allí entre los árboles; y antes siquiera de que las ruedas se detengan ya se han confundido los ecos de los disparos con el sordo rugir de la tormenta. Brotan nubecillas blancas entre los árboles. El comandante Lobo da órdenes mientras se arrastran los guardias hacia el bosque. Sólo encuentran, cuando llegan allí, una vaca mugiente y moribunda. Más lejos, arrojados en la huida, hay ropas empapadas. ¡Rápido!, ¡a los coches! —grita el comandante—, no vamos a darles respiro: disparad a todo lo que se mueva. Sé donde se esconden. No hay compasión para los criminales.

Bajan de los automóviles antes de llegar a Puebla. Vosotros por detrás, y, mientras llamamos, entrad disparando: están armados hasta los dientes, no os dejéis engañar. Aquella es la casa, que no os vean.

        Nadie entiende bien, pero obedecen órdenes: sabe Trápala lo que se hace. (Tiene Lobo brillantes las pupilas y podría jurarse que parecen sonreír las comisuras de sus labios. Su mano está aferrada sobre la culata de la pistola: cuando suenan los truenos parece estremecerse su cuerpo de placer.)

        Dicen que entraron como fieras, arrasándolo todo, vomitando su rabia de bestias carniceras mientras el comandante llamaba a viva voz a los habitantes de la casa, y, al mismo tiempo que lanzaba su furia la luz de la tormenta, pareció escucharse sobre los estampidos sordos de la muerte un horroroso aullido de dolor taladrando la inmensidad eterna del monte.

Cuando el comandante Lobo entró en la casa, todavía envuelto en el olor persistente de la pólvora, pudo ver, partido en mil pedazos, al cadáver sanguinolento de Jacinto Arribas: roto como un guiñapo y arrojado por las balas sobre el fantasma abrasado de la mecedora. Cuentan que parecieron sonreír sus ojos mientras le miraba.

        La señora Paulina estaba pegada a una de las paredes de la habitación y Felipe Arribas, aplastado contra el suelo, lo miraba todo con los ojos muy abiertos.

 



Literatur Aldizkarien Gordailua Susa argitaletxearen egitasmoa da.