Hombre rico, hombre pobre
Matxo Kallaghan
Leyendo, como estaba, una novela llena de odio, pasión, sexo, alcohol y mierda, no se me ocurrió nada especial. Por esta razón, mientras mis ojos recorrían las letras, y las páginas pasaban con el impulso de unos dedos que debían ser los míos, yo no estaba ya allí. Bebí un vaso de agua y con una extraña ansiedad, me introduje en la peor y más asquerosa cama que en mi cerda vida haya intendado dormir.
Esa noche como era frecuente, me desperté muchas veces. Desde que estaba allí no veía en mí nada que me diferenciara de los demás. Todos éramos unos criminales o al menos eso decían tres meses y trece días después de haber ingresado por haber robado un coche, un banco semivacío y echar dos tiros al aire. Mi conciencia estaba tranquila. Lo que me pudría era el contacto que tenía que mantener con los presos de mi galería. La mayoría eran unos hijos de puta, y yo a veces lo decía. En mala hora. La convivencia se hace difícil en un lugar así.
Al tercer día de mi llegada pedí un cigarro a un tal Jackson, llevaba tres días sin fumar. Antes fumaba una o dos cajetillas a diario.
No tenía a nadie, ni dinero, y la vida en el maco es muy cara. Yo no tenía ningún documento, era extranjero y tenía dos robos con tenencia ilícita de armas a cuestas. Averigüaron mi nacionalidad y mi identidad, aunque esto último les resultó un poco difícil. Les expliqué de donde venía, por supuesto que me creyeron pero hicieron falta unas cuantas intentonas y como consecuencia meé con sangre unos días y necesité gafas oscuras, Jackson me las negó aludiendo a la oscuridad de mi celda. Cómo odiaba a este personaje.
Al cuarto mes me enteré en una entrevista, la primera, con mi abogado, de que tenía abogado no de oficio. Parece que mi familia se enteró de lo sucedido por medio de la embajada. Un mes más tarde salí del talego bajo fianza y me repatriaron. El viaje, en barco, fue algo agradable, de poco ligo de no ser por mi vacío mental y mi borrachera en aquellos momentos.
Al tocar tierra vi a mi padre que vino a recojerme. Llegué a él y me empezó a preguntar cosas. ¿Qué hacía en Brasil?, ¿por qué me había ido?, ¿cómo?, ¿cómo podía haber manchado así su nombre?, ¿cuándo iba a devolverle no sé cuántos miles de cruceiros? Esto último es lo que más me jodió.
Monté en el coche más elegante del aparcamiento, y no se me ocurrió nada mejor que preguntarle si me dejaría llevarlo. Me negó con la cabeza y con una satánica mirada. Insistí diciéndole que estaría cansado pues él había conducido mucho ya. Me dijo alguna chorrada sin sentido que me volvió a crispar. El asiento era reclinable, un buen lugar para quedarme dormido escuhando a los "Coros del ejército ruso".
Pasaron varias horas antes de llegar a casa. Hacía dos años que no la pisaba y pocas ganas me quedaron de hacerlo. María, la ama de llaves, tenía su día libre, y mis hermanos hacía seis años o así que se habían casado y colocado. Demasiada casa para mi padre y para mí. Cenamos unos platos precocinados y me despedí del viejo después de pedirle algo de dinero para salir a dar una vuelta. Me negó el dinero. Salí y fui al "Cristina" y la sorpresa fue mundial. Pronto, ya no tenía nada que decir y mucho que mear. Marché hacia casa completamente borracho. Al día siguiente tuve que pedir prestado dinero a un amigo y dije a mi padre que me parecía que no me iba a quedar mucho tiempo en casa, lo suficiente para renovar mi documentación. Estuve dos semanas analizando sin interés las propuestas de trabajo que me hacía mi padre mientras me etilizaba hasta el culo.
Mi padre no dio tiempo a finalizar los trámites necesarios para la puesta a punto de mi documentación y me puso en la calle, no sin antes recordarme el asunto de los cruceiros. Le dije que cuando llegasen mis papeles los mandara a "objetos perdidos" en el ayuntamiento. Cantando un viejo blues bajé por la calle con los bolsillos vacíos y mis pocas pertenencias.
Ya estaba otra vez en la jungla, tenía que actuar con la cautela y la precisión necesarias para sobrevivir libre.
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